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Imposturas como forma de parecer sinceros

En las páginas del diario, la impostura es tan habitual que se desliza como un perfume viejo. Nadie se libra de su hedor. El alma misma se disfraza frente al espejo. Escribir sobre uno mismo pretende ser confesión, transparencia, desnudez, pero no es más que un festival de espejos torcidos, un simulacro de sinceridad donde cada palabra es un gesto ensayado de lenguaje. La impostura florece en todos los terrenos del espíritu humano. Desde el mendigo que exagera su miseria hasta el filósofo que decora su pensamiento con la vanidad del estilo, todos somos fabricantes de máscaras.  El diario íntimo no es refugio, sino trinchera. Allí uno se protege no del mundo, sino de la verdad. El yo que escribe no es el mismo que sufre, ni el que desea, ni el que respira. Es un actor que improvisa ante un público ausente: la posteridad, la conciencia, Dios. El hombre, ese eterno histrión, se multiplica en reflejos y termina perdiéndose en su propio laberinto de poses. Podríamos denominarlo fantasma...

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