Poe y la intuición


Escribe Poe en su Eureka que la intuición es la convicción que surge de esas inducciones o deducciones cuyos procesos son tan oscuros que escapan a nuestra conciencia, eluden nuestra razón y desafían nuestra capacidad de expresión. 

Siempre me ha intrigado esa gente que dice “lo supe de inmediato” y luego se queda mirándote como si acabara de recibir una revelación privada, un telegrama enviado por una divinidad perezosa. Yo, en cambio, sospecho que la intuición es más bien una carta sin remitente que uno encuentra en el bolsillo del abrigo. Está escrita con nuestra propia letra, pero juraríamos no haberla redactado. Ahí está la conclusión, clara, seca, casi insolente; y, sin embargo, el camino que la produjo ha desaparecido. Quién no ha estado en un hotel donde uno recuerda la habitación pero no el pasillo.  

Pensar la intuición como una inferencia que ha aprendido a ocultarse me parece una forma elegante de despojarla de su aura mística sin empobrecerla del todo. No es magia, pero tampoco simple cálculo. Es una inteligencia que ha decidido volverse discreta, quizá por cansancio, quizá por pudor. Hay escritores que, tras años de justificar cada frase, un día publican un libro mínimo y se niegan a explicarlo. La intuición hace lo mismo, entregando el resultado y retirándose a fumar a la terraza de la mente, dejándonos solos con una certeza que no sabe defenderse sin clichés a mano.

Tal vez por eso incomoda tanto. Porque nos obliga a aceptar conclusiones huérfanas, ideas que no pueden mostrar sus papeles. Queremos razones y nos dan silencios; pedimos argumentos y nos ofrecen un gesto. Y aun así, o precisamente por eso, seguimos confiando en ellas. Llamamos intuición a ese razonamiento que ha renunciado a convencernos y se limita a estar ahí, como un narrador que ha eliminado la trama y, sin embargo, insiste en que ese hombre de allí, oculto en la penumbra, es el asesino.


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