La belleza de los locos, de Fernando Colina
En aquel café se rumoreaba que los locos —no los de atar— guardaban una belleza secreta. No era la belleza de los autorretratos con filtro, era una belleza más honda y más peligrosa, la que aparece cuando alguien se atreve a desmontar las bisagras de lo real y, en vez de huir del desorden, se instala dentro de él. Allí, la locura no era solo enfermedad, era también una forma singular de existencia. La perspectiva psiquiátrica clásica reduce la locura a patología, cuando también puede ser una forma distinta, a veces dolorosa, reveladora, de vivir.
Finjo pensar que a Colina le atraían esos habitantes de la frontera, seres que parecen haber abierto una grieta en el suelo. Si hubiera leído esto en un tren nocturno, habría anotado con lápiz que la cordura es una superstición. Y no sé por qué imagino que luego doblaría la hoja y la guardaría entre las páginas de otro libro, condenado a perderse para siempre.
Toda locura tiene un sentido, aunque no sea evidente para los demás. La belleza de los locos es la belleza de quien no negocia con la costumbre, del que ve señales en la niebla, del que escucha la música secreta de las paredes, del que descubre que el lenguaje tiene fallas y se precipita por ellas para encontrar un refugio distinto.
Colina sabe que hay locuras que duelen y locuras que iluminan. Pero incluso las más oscuras llevan su chispa estética, una grieta de luz que permite asomarse a otra lógica, a otro orden, a un mundo que todavía no ha sido domesticado por la cháchara. El terapeuta debe curar sin borrar la singularidad. La finalidad no debe ser convertir al paciente en alguien “normal”, sino ayudarle a vivir con su diferencia, sostener su subjetividad.
Por eso La belleza de los locos no es un tratado de psiquiatría, sino un inventario poético de vidas que se salen del renglón. Tal vez lo más sensato sea reconocer que los locos, en su desobediencia, conservan una forma de pureza, una resistencia irresistible a la uniformidad, una negativa a aceptar que la realidad es solo la de los que tienen sentido común.
Quizá la lección secreta sea que en la enfermedad hay seres que se mantienen fieles a un tipo de belleza que los otros, los cuerdos, han despreciado; que saber escuchar a los excéntricos tan solo consiste en no tomarse demasiado en serio el propio juicio. Sin ellos la realidad sería irracionalmente razonable. Y nadie quiere vivir en un mundo sin grietas por donde poder escapar.










