Timeleft
En la mesa iluminada por una lámpara fría, me senté con once desconocidos: rostros que, al llegar, ya sabían que eran extraños entre sí y que esa condición los convertía en un colectivo. Era una cena organizada por la empresa Timeleft, que prometía "conexiones humanas de cara a cara en contraposición al universo de deslizamientos digitales".
Desde el inicio, me observé y observé la escena con la distancia de quien escribe un diario autobiográfico desde un balcón. El restaurante tenía pretensión de castizo, precios inflados, mesas asignadas según un algoritmo. La anfitriona, dinamizadora artificiosa, repartía tarjetas con temas de conversación: “Viajes”, “Yo nunca”, “Qué objetivo quieres cumplir este año…”. Un intento de animar la charla, de manufacturar lo espontáneo.
Las caras tardaron en acomodarse. Uno de los convocados no vino y fue, se lo aseguro, el que estuvo más presente. Todos le echamos de menos y no le perdonábamos que nos hubiera dado plantón. El algoritmo había predicho una compatibilidad en un 96 %. Pero la compatibilidad no impide que el silencio se conviertiera en un abismo y que la mesa, por momentos, se transformara en un set donde cada comensal interpretaba su rol patético.
La ciudad, la gran urbe que presume de encuentros infinitos, está llena de gente sentada junto a desconocidos y guardando teléfonos que no marcarán nunca. La promesa de “conocer gente nueva” queda como un eslogan publicitario casi tan gastado como “barra libre hasta las 12”. Porque al final, todos se marchan sin dejar rastro.
“Nos hicieron creer que estábamos viviendo en la sociedad de masas y lo que estamos experimentando es la soledad de masas”. Es el precio del anonimato, de poder pasar desapercibido entre la gente, sin chismorreos a tus espaldas: un auténtico lujazo que ya nadie sabe valorar. Todos juntos y todos anónimos. Maravilloso. Como si la ciudad fuese un gran salón de espera donde uno aguarda un nombre en la pantalla, pero la pantalla nunca parpadea, afortunadamente.
Mientras subía por Callao pensé: ¿qué significa que paguemos 19,99 € al mes por cuatro cenas “con personas afines” y que al término de la velada no querramos ver a nadie más? El negocio de la soledad es rentable, pero solo si la gente es gilipollas.
Y al volver a casa, solo —y reconociendo que lo estaba— comprendí que esa cena no era solo una cena: era una metáfora. Un restaurante temático para sentir la verdadera soledad urbana. Y en mi bolsillo, el teléfono, que no llamó a nadie anoche, era la señal de que quizá la conexión que buscamos ya no está hecha de rostros sino de pantallas.
La ciudad de Madrid se vuelve, para un instante, el escenario de un relato donde la invisibilidad se mide en sillas vacías, en platos pagados, en algoritmos que prometieron agrupar almas. Y allí, en el centro, yo me preguntaba si la cena era el inicio de algo o simplemente un paréntesis antes del retorno al apartamento, al silencio.
Al despertar al día siguiente, tuve la sensación de que esa mesa había sido un ensayo para algo más grande: una perfomance artística sobre una cena con uno mismo disfrazada de encuentro. Y es que quizá la auténtica compañía no viene ni cuando el algoritmo lo dice, ni cuando el temario de conversación lo dicta, sino cuando dejamos de pretender que alguien nos complete y aceptamos que la soledad también puede ser elegida, también puede ser escrita. Y decidí que volvería: no por conocer gente nueva, todos iguales en su diversidad anodina, sino por observarme sentado entre desconocidos, como si yo mismo fuera el extraño inesperado que no sabe estar presente.










