El suplicio de las moscas, de Canetti.
Leo los aforismos de El suplicio de las moscas. Están escritos desde la altura fría del observador que no quiere mancharse las manos. Canetti parece escribir contra el otro, pero el otro es siempre una forma del yo que no se atreve a reconocerse. Es una escritura que practica una crítica anónima, una cobardía latente. Se podría decir que su tercera persona es una máscara que le permite insultar sin ser mirado. Y no es un estilo, pues los mezcla con algunos escritos en primera persona, y allí se salva.
Nos habla de la seguridad del que no ha visto la grieta: “Qué convincente suena todo cuando se sabe poco”.
Luego escribe: “Lo que me interesa es lo que debo hacer con la realidad que desconozco”.
Añora la fórmula del observador perfecto, la felicidad del espía, del que se salva por permanecer oculto. En Canetti, la felicidad es anonimato: no ser visto, no ser atrapado por la mirada ajena. Tras alcanzar el éxito, descubre que su verdadera vocación era la invisibilidad. Demasiado tarde: “El más feliz: conoce a todos y nadie le conoce”.
El estoicismo, para Canetti, no es virtud sino anestesia. Despreciar el dolor propio es una forma de volverse piedra. Los ataca por su falta de compasión: “Quien desprecia demasiado su propia aflicción tampoco siente la ajena”.
Y luego esa constatación tan suya. Es el cansancio de quien ha visto desfilar demasiadas máscaras sobre el mismo rostro. Canetti sabía que el poder, como la estupidez, no se renueva: se disfraza: “La historia se repite; cambian los nombres”.
Sobre el tiempo bien usado dice: “Si hubiera aprovechado el tiempo no habría llegado a nada”.
En la vejez cambian los objetivos y los deseos: cambia el mundo: “lo que se aprende ya no sirve para expandirse”.
Literatura o cotilleo: “Nadie tolerará la vida sin vidas prestadas, la propia no basta”.
En conclusión, “Necesita personas más ilustres para jactarse con ellas”.









