Bartlebys contra la dopamina


En una esquina del café, bajo la luz de una lámpara que parecía robada de un plató de Godard, me senté a observar el mundo con la desconfianza de quien sabe que todo, absolutamente todo, es una farsa mal ensayada. Los anticapitalistas, con sus pancartas recicladas y sus camisetas de algodón orgánico compradas en una multinacional, vociferaban en la plaza. Gritaban contra el capital, ese monstruo abstracto que imaginan como un ogro con traje de Armani, pero no se daban cuenta —y aquí está el drama, la comedia, el equívoco— de que no luchaban contra el capitalismo, sino contra la dopamina. Sí, la dopamina, ese pequeño tirano químico que les hace clicar en "comprar ahora" a las tres de la madrugada, que les empuja a desear el último iPhone no porque lo necesiten, sino porque promete un instante de euforia, un chispazo en el cerebro que se desvanece antes de que llegue el repartidor. Los anticapitalistas, con sus barbas de profetas y sus discursos de Pantomima Full, confunden el sistema con el neurotransmisor. Creen que derribando bancos o quemando contenedores acabarán con la pulsión que les hace querer más, siempre más, como si el deseo fuera un decreto del Fondo Monetario Internacional y no un capricho de nuestra biología. Me los imagino, a esos revolucionarios de Instagram, redactando manifiestos contra el consumo mientras sus pulgares, casi autónomos, deslizan la pantalla en busca de likes, de notificaciones, de esa ráfaga de dopamina que les confirma que existen. No es el capitalismo, queridos míos, es el cerebro traicionero, esa máquina de fabricar anhelos que no distingue entre una revolución y un Black Friday. El capitalismo se adapta a los deseos, por muy peregrinos y contradictorios que le parezcan al moralista de turno. Sí, el capitalismo pone cebos, solo los inconscientes pican y luego se manifiestan contra el pescador. Ellos también ponen cebos, granujillas, antes de "ir al baño a refrescarse". Y sin embargo, no los culpo del todo. Hay algo poético en su error, algo quijotesco en pelear contra un enemigo que no es más que un reflejo de nuestra propia química. Mientras bebo mi café, pienso en Bartleby, el escribiente, que simplemente decía "preferiría no hacerlo". Tal vez él lo entendió todo: la única revolución posible es negarse a la dopamina, a esa urgencia de querer, de poseer, de ser alguien en un mundo que solo nos ofrece espejos rotos. Pero claro, Bartleby no tenía Twitter, perdón, Bluesky. 

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