Apología de un matemático, de Hardy


Podría decir sin demasiada convicción, pero con cierto tono de confesión de madrugada que leer Apología de un matemático es asomarse al borde de una vida que no me pertenece. Hardy, con esa sobria desesperación, parece escribir no tanto para justificar su oficio como para dejar constancia de que lo inútil puede ser la más alta forma de pereza. Yo lo leo, y pienso en cómo la inteligencia, ese don tan sobrevalorado en los bares, no basta para sostenernos. “Para cualquier intención seria, la inteligencia es un don muy pequeño”, escribe Hardy, y siento que me señala desde su escritorio, rodeado de papeles y de una tristeza geométrica. Porque lo que mueve de verdad, lo que crea y destruye, no es la inteligencia sino la obstinación, esa fiebre caprichosa de vivir en la idea antes que en el mundo. Y, sin embargo, hay algo en él que anticipa la derrota, una lucidez de quien se reconoce absolutamente acabado. En eso me recuerda a ciertos escritores —quizás todos— que en algún punto de su vida dejan de escribir por convicción y lo hacen solo por hábito, o por miedo al silencio. Esa “sombría soledad en que se sumergen algunas personas antes de fallecer” parece acompañarlo. Lo imagino caminando entre los pasillos, escuchando el eco de sus propios pasos, consciente de que su obra, tan exacta, tan impecable, nunca podrá conmover del todo a nadie fuera del pequeño círculo de los iniciados. “Después de la caprichosa fiebre de la vida, él duerme tranquilo”. Pienso que quizá toda la matemática de Hardy fue una tentativa de escribir su epitafio con números: una manera de dejar constancia de que la obstinación fue un acierto. Y así cierro el libro, con la sensación de que no he leído una apología, sino un testamento. Un texto en el que un hombre se despide del mundo con el pudor de quien ha amado demasiado la forma y pasa a preocuparse al fin por el sentido.


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