Sospechas

Sospecho de mis compañeros de trabajo, de mis jefes, de mis amigos.  Sospecho de mi capacidad de razonamiento. Sospecho de mis intuiciones. Sospecho de la información que supuestamente reciben mis sentidos. Sospecho de mis fenómenos mentales, siempre acompañados de unas sombras nouménicas fantasmales. Sospecho de la moralidad de los demás y también de la mía propia. Sospecho de mis deberes auténticos. Sospecho de mis apetitos y deseos. Sospecho de la belleza de algunas cosas. Sospecho de la idea de Dios. Ante tanta sospecha el mundo se ha diluido y ya nada existe. De pronto siento hambre y corro hacia el sospechoso frigorífico a coger un trozo de sospechoso queso. El hambre me hace creer en él. Lo acompaño de un sospechoso vino de Rioja. Una vez saciado este sospechoso apetito, vuelve la fantasmal sospecha a inundarme. Mi vida es una descomunal batalla entre la sospecha y la creencia. Unas veces gana una y otras la otra. Sentado cómodamente en mi sillón, abro un libro de filosofía y la sospecha se cierne sobre mí. Todo esto es muy misterioso. Mi vida es una sospechosa confianza en el misterio.

     Ahora entiendo a los ateos, no creen en lo numinoso porque creen demasiado en lo otro. El ateo, me recuerda Dragó, no tiene más casa que su vida terrena y parece lógica su lucha por adecentarla en la medida de lo posible, mientras el creyente, persuadido de que su humanidad es un soplo, y además ilusorio, se desentiende, sin morder el anzuelo del trabajo entendido como principio ordenador de la existencia.

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