La biblioteca existe; el mundo, no


Aquella noche soñé —aunque quizá no sea exactamente un sueño— que me encontraba en la penumbra de la Casa del Libro. Un volumen sin título parecía observarme. No lo elegí yo: el libro me eligió a mí, como si entre sus páginas hubiera aguardado años a que apareciera un lector difuso. En la primera página, alguien había escrito: El mundo no existe, pero la estantería sí.

No sé si fue el vértigo metafísico o la ironía silenciosa de esa frase lo que me hizo pensar en Markus Gabriel, ese filósofo alemán que parece haber leído la realidad como quien lee una novela de Borges, con la certeza de que cada objeto encierra un escenario independiente, una pequeña escena ontológica. Gabriel sostiene que el “mundo”, ese concepto totalizante que nos promete un todo holístico es, en realidad, una ficción. Repito: "es realmente una ficción", olé. Lo que existen son campos de sentido, zonas, dominios, fragmentos. No hay un escenario único. Solo una multiplicidad infinita de escenarios superpuestos, como si la realidad fuese una biblioteca donde cada libro pertenece a un universo distinto. 

Aquella noche, en mi escritorio, abrí el libro sin título. Cada página parecía hablar de otra cosa: un fragmento sobre un eremita en Islandia; otro, una receta imposible para una sopa sin ingredientes; otro, una reflexión sobre la desaparición de los espejos en las casetas de los perros. Me sentí dentro de la teoría de Gabriel: cada página era un campo de sentido autónomo, y mi lectura, un recorrido por realidades múltiples. El conjunto podía parecer caótico, pero cada una, vivida desde dentro, mantenía una coherencia evidente. El libro no tenía argumento, pero tenía algo mejor, me demostraba que el mundo no era una unidad sino un mosaico de significados dispersos. 

Pensé entonces que quizás la literatura siempre lo había sabido. Que los escritores o los lectores no inventan mundos, sino que saltan entre ellos, como funambulistas entre campos de sentido, mezclando diarios, ficciones, notas de lectura y paseos por ciudades imaginarias: cada fragmento pertenecía a un universo, y la narración consistía en articularlos sin pretender nunca construir un todo. Cada despertar era el comienzo de una historia y, al dormir, nos despedíamos de ella para siempre.

El libro sin título terminaba con una frase subrayada en rojo: Si el mundo no existe, el libro es su sustituto más honesto. Cerré el volumen y sentí, por primera vez, la extraña calma de no necesitar un mundo para pensar, ni una historia para vivir. Bastaban los fragmentos, las estanterías, las frases dispersas. Y


 


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