La contingencia es un gato que no vuelve


A veces pienso que todo empezó aquella tarde en que encontré, en el fondo polvoriento de la biblioteca municipal, un libro subrayado por alguien que tenía la letra temblorosa de un iluminado o de un estudiante de filosofía con insomnio. En la primera página, con tinta azul, había escrito:

“Contingentismo ontológico: nada tiene por qué ser así.”

Desde entonces, cada cosa que miro, la lámpara torcida de mi escritorio, los desocupados  que conversan en el parque, se me aparecen como si pudieran perfectamente no estar ahí. No hay necesidad lógica ni metafísica que los respalde. Podrían haber sido de otra manera, o no haber sido nunca. David Hume, desde la cuarta estantería de la izquierda, me observa complacido: todas las proposiciones sobre la existencia son contingentes; no hay contradicción en imaginar que algo no exista.

Aquella idea me persigue y, desde entonces, he comenzado a subrayar mi propia vida, a la manera de W.V.O. Quine: lo que existe depende de nuestra mejor teoría, y las mías están hechas de cafés y soledad. Cada observación empírica, la tos del vecino, el olor del pan, era una pequeña contingencia que sostenía un mundo frágil. 

Nelson Goodman vino después, una noche de lluvia. Me habló de “versiones del mundo” como si fueran traducciones infieles: cada marco conceptual construye un mundo distinto, y todos podrían haber sido otros. 

Richard Rorty entró en escena como un amigo sarcástico en una sobremesa: “todo depende de contextos históricos y culturales”, me dijo mientras se rascaba un párpado. Su frase me hizo pensar que incluso mi manía de anotar estas cosas no era más que un hábito bobo, una contingencia más en la cadena infinita de contextos.

Gilles Deleuze, en cambio, no hablaba: devenía entre rizomas. Su realidad era un proceso dinámico, incesante, una vibración en los márgenes de lo posible. A veces, en el insomnio, siento esa vibración: el cuarto se llena de entidades en tránsito, como si la ontología fuera una estación de trenes donde nada permanece más de un minuto. Ahora entiendo por qué se tiró por la ventana de aquel hotel contingente.

Nancy Cartwright y John Dupré me devolvieron momentáneamente a la tierra: hasta las veneradas leyes científicas son regularidades frágiles, contextuales, paradigmáticas; las categorías que aceptamos dependen de nuestras prácticas. Hasta los electrones, pensé, podrían no estar aquí, quizás les gustaría estar en otra física. Y Bruno Latour, con su tono conspirativo, me susurró desde un pasillo del museo: “Lo real depende de las redes de actores humanos y no humanos entrelazados”.

Desde entonces camino por la ciudad como quien atraviesa un decorado desmontable. Las estatuas, los semáforos, incluso el cielo parecen sostenidos por acuerdos tácitos entre entidades descoloridas. Pienso en Graham Harman, que tal vez diría que los objetos tienen una vida secreta, que se retiran de nosotros. Pero yo prefiero pensar que simplemente podrían no estar, y no pasaría nada. 

Esta mañana he abierto el libro subrayado por el desconocido y he añadido una nota de Kierkegaard:

“No lloréis, hijos, que todo podría ser mentira”.

Después he salido a la calle, convencido de que el mundo podría, en cualquier momento, desvanecerse como el gato al que di de comer el mes pasado y que ya nunca más volvió.

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