La legitimidad y el orden divinizado
El concepto de legitimidad, central en la filosofía política, el derecho y las ciencias sociales, se presenta como un pilar para justificar el poder, la autoridad y las normas que rigen las sociedades. Sin embargo, al intentar definirlo con precisión, se revela como un concepto escurridizo, cargado de contradicciones internas y profundamente vinculado a lo que el jurista alemán Carl Schmitt describió como una "teología secularizada", una construcción que busca fundamentar la obediencia y la justicia en términos racionales que termina reproduciendo estructuras teológicas, lo que la hace intrínsecamente indefinible sin caer en paradojas.
La legitimidad se refiere a la aceptación de una autoridad, norma o institución como válida, justa o merecedora de obediencia. Max Weber, en su clásica tipología, propuso tres formas de legitimidad: tradicional (basada en la costumbre), carismática (sustentada en la excepcionalidad de un líder) y racional-legal (anclada en reglas impersonales y procedimientos). Sin embargo, estas categorías no agotan el problema, pues la pregunta persiste: ¿qué hace que algo sea percibido como legítimo? ¿Es una cuestión de consenso, de justicia intrínseca, de eficacia práctica o de coerción disfrazada?
Cualquier definición de legitimidad enfrenta un dilema: si se fundamenta en valores subjetivos (como la creencia colectiva), pierde universalidad; si se basa en principios objetivos (como la justicia o la verdad), requiere un criterio absoluto que, en un mundo secular, es difícil de establecer sin recurrir a nociones metafísicas. Aquí radica la primera contradicción: la legitimidad pretende ser un concepto racional, pero su fundamento último a menudo apela a algo trascendente, ya sea Dios, la "voluntad popular" o una idea abstracta de justicia.
Carl Schmitt, en su obra Teología política (1922), argumentó que los conceptos políticos modernos, incluida la legitimidad, son versiones secularizadas de categorías teológicas. En la Edad Media, la legitimidad del poder descansaba en la voluntad divina: el rey gobernaba por derecho divino, y la obediencia era un mandato religioso. Con la secularización, la fuente de legitimidad se trasladó a constructos humanos como el contrato social, la soberanía popular o el Estado de derecho. Sin embargo, estos nuevos fundamentos no eliminaron la estructura teológica; simplemente reemplazaron a Dios por abstracciones antropocéntricas.
Por ejemplo, la "voluntad general" de Rousseau o el "pueblo" como soberano en las democracias modernas funcionan como una deidad secular: son entidades abstractas, incuestionables y omnipotentes, cuya autoridad no admite refutación. Pero, al igual que en la teología, estas nociones son problemáticas. ¿Quién define la voluntad general? ¿Es el pueblo una entidad unificada o una suma de voluntades individuales en conflicto? Intentar precisar estas nociones lleva a contradicciones, ya que su vaguedad es precisamente lo que les otorga poder legitimador.
La indefinición de la legitimidad genera paradojas. Una de ellas es la circularidad: un poder es legítimo porque es aceptado, pero es aceptado porque se percibe como legítimo. Este círculo vicioso se evidencia en los regímenes democráticos, donde la legitimidad de una ley depende del procedimiento (por ejemplo, una mayoría parlamentaria), pero el procedimiento mismo debe ser aceptado como legítimo. Si una minoría rechaza el proceso, ¿cómo se justifica su validez sin recurrir a la fuerza o a un principio superior?
Otra contradicción surge al intentar anclar la legitimidad en la justicia. Si una autoridad es legítima porque es justa, entonces la justicia debe definirse de manera universal. Sin embargo, las concepciones de justicia varían entre culturas, épocas e individuos. Apelar a una justicia universal implica un salto metafísico, reminiscente de la teología, que el pensamiento secular pretende evitar. Por el contrario, si la justicia es relativa, la legitimidad pierde su carácter normativo y se reduce a una cuestión de poder o consenso contingente.
La incapacidad de definir la legitimidad sin contradicciones sugiere que su fuerza no radica en su coherencia lógica, sino en su capacidad para inspirar creencia. En este sentido, la legitimidad opera como un acto de fe secular, similar a la fe religiosa en una deidad. Los ciudadanos modernos aceptan la legitimidad de un gobierno, una ley o una institución no porque puedan demostrar su fundamento último, sino porque creen en los relatos que la sostienen: la democracia como expresión de la libertad, el Estado de derecho como garante de la igualdad, o la soberanía popular como reflejo de la voluntad colectiva.
Estos relatos, aunque poderosos, son frágiles. Cuando la fe en ellos se tambalea —por ejemplo, ante crisis económicas, corrupción o polarización—, la legitimidad se erosiona, revelando su carácter contingente. La respuesta a estas crisis suele ser la creación de nuevos relatos legitimadores, pero estos, al igual que los anteriores, no escapan a la estructura teológica: siempre requieren una fuente de autoridad última que trascienda el debate racional.