Huida con Platón y Buda
Intento huir de esta fiesta porque toda fiesta, en el fondo, es una emboscada. Me sorprendo practicando la noble disciplina de la desaparición, el arte de la despedida a la francesa, que no es sino la más alta forma de la filosofía práctica. En ese instante, como para justificar mi fuga, me disfrazo mentalmente de Buda. Y al hacerlo, descubro que en el interior del disfraz resuena una voz antigua, quizá la de Platón, el primer gran anfitrión de todas las fiestas de la mente.
Busco el abrigo que no encuentro y pienso que Platón y Buda debieron conocerse en algún lugar intermedio entre el mito y el silencio. Tal vez en una terraza ateniense a orillas del Ganges. Los imagino conversando sin prisa, uno convencido de que el alma asciende hasta el mundo de las ideas, el otro de que la mente se puede disolver a voluntad como un espejismo. Y ambos, sin saberlo, compartiendo esa tensión secreta entre escepticismo y autoridad que siempre convierte a los sabios en impostores.
Hago un reconocimiento a Platón, el escritor mas influyente de Occidente, el que planteó las mejores preguntas, aunque no siempre acertara en sus respuestas. Reconozco, además, desde este disfraz budista, que el Dhammapada y los diálogos de Platón, a pesar de su apertura aparente, asumen una verdad privilegiada propia de las verdades reveladas por los mesías, esos ventrílocuos de Dios: la fatal arrogancia camino de servidumbre. Ambos combinan una postura aparentemente escéptica o abierta a la indagación con una afirmación autoritaria de haber accedido a una verdad superior: en el caso de Buda, el dharma como la ley universal que lleva al nirvana; en el caso de Platón, el Logos o la idea del Bien en el Mundo de las Ideas.
En mi huida, cuando ya he conseguido cruzar el umbral, aunque la música aún me persiga, reconozco que hay algo de servidumbre en toda búsqueda de iluminación. Que tanto el Dhammapada como los diálogos de Platón son tratados donde el que empieza dudando termina, sin remedio, pontificando.
Camino por la calle vacía. La noche, como un gran anfitrión que ha cerrado su casa, me observa. Me pregunto si no estaré huyendo también de mí mismo, de ese narrador quisquilloso que insiste en convertir cada despedida en una nota al pie de la historia universal del pensamiento.










