Parásitos
“Los intereses concentrados ganan a los intereses difusos”.
Había llegado a sospechar —quizá por aburrimiento, quizá por una especie de lucidez involuntaria— que el país en el que vivía no era más que una república de pasillos estrechos donde se movían silenciosamente los grupos más pequeños, los mejor organizados, seres de gabardinas idénticas y sonrisas negociadoras. Y me vino a la mente Mancur Olson, y al hacerlo el mundo se volvió de pronto más inteligible: los grupos pequeños y bien organizados (lobbies, sindicatos, asociaciones empresariales, partidos) tienen incentivos mucho mayores para organizarse y presionar al Estado porque los beneficios se concentran en pocos, mientras que los costos se difunden sobre la mayoría (impuestos, regulaciones, inflación). Las mayorías tienen “costos difusos” y “beneficios difusos”, por lo que no se movilizan. Resultado: los grupos organizados parasitan al resto de la sociedad. Somos mayoría, pensé, pero una mayoría dispersa, somnolienta, con el mismo fervor que tiene un billete arrugado olvidado en un bolsillo. En cambio ellos, los grupos de interés, están siempre despiertos, alertas, convocados por la promesa de una renta que solo ellos pueden conseguir.
En el Estado no suele haber servidores del bien común, sino proveedores de favores puntuales. Buchanan y Tullock, esos profesores que parecían haber descubierto que la democracia es, en el fondo, un mercado de pequeñas corrupciones legales e ilegales, habrían asentido satisfechos.
A esas alturas empecé a sospechar que la historia entera de la política podía reducirse a una serie de escenas diminutas: un cónclave de empresarios redactando, entre cafés bien servidos, una nueva regulación; un sindicato fuerte presionando con su propia gravedad moral; un lobby escribiendo en voz baja el guion de una ley que más tarde el Parlamento repetiría con la convicción de quien recita un poema memorizado sin entenderlo.
Gaetano Mosca ya había advertido que siempre manda una minoría organizada. Y Robert Michels, con la precisión del cirujano resignado, formuló la ley de hierro de la oligarquía: todo grupo que nace para emancipar al mundo termina emancipándose únicamente a sí mismo. Incluso Pareto, siempre elegante, parecía inclinarse frente a esta rotación de élites que suben y bajan como si fueran relevos en una carrera absurda. Y me pregunto, mientras hojeo sus apuntes gastados, si Marx, desconfiado de los burgueses, no fue demasiado indulgente con los burócratas creyendo que estos no podrían dominar, quizá porque jamás trabajó en una oficina.








