El mundo no se acaba, Charles Simic
Aquel librero lleno de polvo coleccionaba ausencias. Me deslizó un ejemplar de El mundo no se acaba, de Charles Simic, entre dos volúmenes de enciclopedias olvidadas. Lee esto, me dijo, y verás cómo el mundo se resiste a terminar, aunque insista en fingir lo contrario. Yo, que siempre he sospechado que los libros son cartas dirigidas a mí, abrí la página al azar: allí estaba Simic, ese poeta que parece haber nacido con un ojo en el reverso de las cosas, susurrando: "Nunca desde que empezó el mundo ha habido tan poca luz". El librero sonrió como alguien que ha leído demasiadas biografías apócrifas. Simic no inventa, añadió, solo recoge los restos de lo que fuimos antes de ser nosotros. Avancé, y el libro se abrió: "¡Aquel estúpido crío tenía agarrada por la cola a la Bestia del Apocalipsis!". Simic, con su ironía de exiliado, parecía guiñarme desde el margen: la Bestia no ruge, ladra. Entonces, en una página que olía a polvo y a humo: "¡Y todo porque hay gente que no sabe educar a sus hijos!". Más adelante, entre líneas que se retorcían como las raíces, leí: "En un bosque de signos de interrogación tú no eras mayor que un asterisco". Me vi a mí mismo, diminuto en ese laberinto de preguntas sin respuesta, un pie de página en la gran novela de lo absurdo. Simic me reducía a un guiño tipográfico, un * en el margen de la existencia, donde las interrogaciones crecen como árboles que nunca dan fruta. El librero, al verme palidecer, murmuró: Todos somos asteriscos, amigo; notas al pie de un texto que nadie lee completo. Y yo, que soy un producto residual de mis propias erratas vitales, sentí que el bosque se cerraba sobre mí. Finalmente, el libro culminó en un caos delicioso, como si Simic hubiera volcado su escritorio sobre el papel: "Había mezclado los personajes de la larga novela que estaba escribiendo. Había olvidado quiénes eran y qué hacían. Una mujer muerta reapareció a la hora de cenar. Un vendedor a domicilio emergió de un remolque en el quinto infierno ataviado con una túnica china. El mismo día en que el asesino debía ser ejecutado salió a comprar flores para una tal Rita, que resultó ser una niña de diez años con trenzas y gafas de culo de botella… Y así todo".
Cerré el volumen con un suspiro que sonó a portazo en un teatro vacío. ¿No era esa mi vida entera, un diálogo donde los muertos entran y salen, cenan con los vivos, y hasta casi salen de copas? Simic, ese gran mezclador de barajas conceptuales, había olvidado la única trama posible: la del mundo que no se acaba porque siempre hay un personaje equivocado que insiste en volver a escena. El librero recogió el libro, lo guardó entre las ausencias, y me miró como quien cierra un paréntesis. Vuelve cuando quieras, dijo. Aquí, la luz es poca, pero suficiente para ver que nada termina. Salí a la calle con un asterisco en el bolsillo y la Bestia ladrando a lo lejos. Había un sol espléndido.










