La esfera de Pascal


En algún lugar de mis lecturas dispersas, entre las páginas amarillentas de un ejemplar olvidado de los Pensamientos de Pascal, ese libro que nunca termino de leer porque siempre lo reinicio, como si su infinito me obligara a un eterno recomienzo, tropecé de nuevo con esa frase que parece haber estado esperándome desde siempre: "el Universo es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna". La frase, claro, no es de Pascal en sentido estricto; Pascal la anotó, la tachó, la corrigió, la dejó temblando en el margen como quien deja una nota suicida. Antes de él, Nicolás de Cusa la había susurrado en latín, y antes aún, los textos herméticos la atribuían a un dios que no necesitaba nombre. Más tarde, Giordano Bruno la lanzó al vacío como una herejía incendiaria, y Borges, ese gran plagiario del infinito, dedicó un ensayo entero a perseguirla a través de los siglos, demostrando que la frase no pertenece a nadie y, por tanto, nos pertenece a todos los que hemos sentido, alguna noche, el vértigo de ser nadie. Yo mismo la he repetido en silencio mientras caminaba por calles vacías, como quien recita un conjuro para no perderse del todo. Porque la frase nos coloca en el centro imposible de algo que no tiene borde. De pronto uno comprende que estar en el centro de todo es lo mismo que estar en ninguna parte. Es la broma cruel del cosmos: te nombra protagonista absoluto y, al mismo tiempo, te disuelve en la indiferencia más absoluta. Recuerdo haberla garabateado en la contraportada de un libro que nunca leí, convencido de que esa era la historia de un hombre que busca el centro del universo y descubre que el centro es precisamente la búsqueda misma, un punto móvil que se aleja cuanto más se acerca uno a él. Al final, el personaje desistía, como hago yo siempre, y se sentaba en un banco de plaza a mirar cómo los niños jugaban con una pelota, esa esfera perfecta cuyo centro, al menos durante unos minutos, parecía estar exactamente donde ellos querían que estuviera. Y así, entre la teología medieval y la cosmología moderna, la frase sigue flotando, intacta, inatacable. No explica nada, pero lo ilumina todo con una luz inquietante. Nos recuerda que habitamos un espacio sin privilegios. Solo queda esa esfera imaginaria, infinita, cuyo corazón late en cada punto y cuyo límite nadie ha tocado jamás. Toda la literatura es un intento vano de dibujar la circunferencia de esa esfera. Los buenos escritores, biógrafos del fracaso, siguen trazando líneas que se curvan sobre sí mismas, sabiendo que nunca llegaremos al borde porque el borde, simplemente, no existe.

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