Tecnoceno
Empiezo esta nota —aunque ya no sé si soy yo quien escribe o si es la tecnología— recordando Tecnoceno, de Flavia Costa. Pensé, ingenuo de mí, que el libro sería una amable excursión conceptual, una caminata ligera por los alrededores de la teoría. Pero no: era una marcha a través de un bosque en el que los árboles no tenían hojas sino cables, y donde cada sombra parecía advertirme de que la humanidad, ¡oh pobre humanidad despistada!, había quedado secuestrada por dispositivos que brillaban más que nuestras convicciones.
Costa, desde el inicio, parece convencida de que vivimos en un espíritu de época donde el sujeto se diluye entre máquinas y algoritmos que lo intentan encarcelar. No el Estado, esa cosa que está siempre pendiente de nosotros para protegernos de nuestros propios deseos, esos que no nos convienen. Y, mientras leo, no puedo evitar pensar en alguien que se había comprado un móvil para ser más libre y acabó preso de una agenda electrónica que decidía incluso cuándo debía respirar. Exactamente lo que teme Tecnoceno. Pero la autora escribe con tal fervor apocalíptico que uno sospecha que, si la tecnología fuera un continente, ella estaría ya diseñando mapas de evacuación.
Yo creo todavía en la autonomía individual: ella también, pero solo en la suya; la de los demás está alienada por el neoliberalismo, por tanto, deben ser tutelados. Por eso miro el libro con una mezcla de repugnancia y alarma. ¿De verdad estas máquinas son tan poderosas? ¿De verdad hemos renunciado a nuestra capacidad de actuar? ¿No es esto, me digo, una especie de nueva metafísica de la servidumbre voluntaria pero recubierta de pantallas táctiles?
En cierto punto, Costa afirma que el Tecnoceno transforma al humano en “operador de datos antes que en sujeto político”. Y yo pienso que quizá sí, quizá todos nos hemos vuelto oficinistas del algoritmo, pero al mismo tiempo recuerdo que sigo pudiendo apagar el teléfono, cosa que hago, a veces, cuando no me mira nadie. ¿No habrá en toda esta crítica un exceso de dramatización, como si la historia humana no hubiera sido siempre una negociación —a veces torpe— entre nuestras libertades y los artefactos que inventamos?
Mientras avanzo por el libro, tengo la impresión de que la autora intenta introducirnos en una especie de panteón tecnológico negativo donde cada invento es un pequeño dios vigilante del neoliberalismo. Sin embargo, en su fervor por alertarnos, la crítica termina por deslizarse hacia un determinismo casi mítico. Como si la humanidad fuese apenas un personaje secundario en la narrativa de su propio progreso. Me quedo esperando la aparición de algún resquicio de agencia individual, alguna defensa de la voluntad, pero no: la escena permanece sin héroes.
Cierro el libro y pienso que todo esto es una gran ficción especulativa, un experimento estilístico que se pregunta por la condición humana en la era tecnológica. Y, desde esa perspectiva, es decepcionante. Es un alegato ideológico tendencioso que señala víctimas y culpables. Por eso salgo del libro ligeramente mareado, con una sensación de que la libertad no desaparece porque alguien lo anuncie en un libro que, claramente, resulta problemático por su reduccionismo ideológico, su tecnofobia implícita y su subestimación del potencial emancipador de la técnica. La libertad es testaruda, y suele reaparecer, incluso en los huecos que la tecnología deja sin iluminar. O quizá —y esto lo escribo mientras tecleo, irónicamente, en una pantalla— la libertad está cambiando de forma, y ya está. Pero Costa solo ve opresión por doquier, y pinta un panorama distópico donde la tecnología no es herramienta de la agencia humana, sino fuerza autónoma que reconfigura subjetividades y sociedades en un mundo alucinatorio neoliberal. No ve la técnica como extensión de la libertad racional, sino como jaula poderosa.








