La Filosofía como una de las bellas artes, de Daniel Innerarity
Este libro me recuerda que una filosofía considerada como arte, como acción retórica teatral, está en mejores condiciones que la elucubración monológica. Al filósofo le corresponde un papel de aclaración y orientación en el saludable caos de la cultura. Orientar significa «señalizar un camino», nunca despejar las incertidumbres. Digamos que el filósofo establece relaciones, es un nexólogo. No parece conveniente que en todos los ámbitos de la cultura se exija el mismo tipo de racionalidad; el riesgo que correríamos sería cometer también todos el mismo tipo de torpezas, sin que unas se neutralizaran con otras, como afortunadamente ocurre en toda sociedad plural bien constituida. La filosofía es más un modo de atender que de entender. Un quietismo inquieto. Lo contrario del vendedor. Como la novela de Sten Nadolny titulada El descubrimiento de la lentitud. El arte y la filosofía conspiran juntos en la tarea de ampliar la experiencia humana y fortalecer su atención. Se trata de esclarecer estéticamente el mundo de la vida aventurándose en el reino de las posibilidades humanas. Marquard habla a este respecto de una nostalgia del malestar en el mundo del bienestar. Cuantas más enfermedades vence la medicina, tanto más se tiende a declarar a la medicina misma como enfermedad; cuantas más ventajas proporciona la química a la vida humana, más se hace acreedora de la sospecha de haber sido inventada para el envenenamiento del hombre; cuanta más represión ahorra la democracia liberal, tanto más es increpada ella misma como represiva. La inquietud no disimulada de que la supresión de la necesidad pudiera llevarla a cabo el capitalismo y no el socialismo. Esta es la teoría crítica. Porque la cultura comienza cuando se tiene algo que ocultar. Nunca se agradecerá bastante esa ambigüedad del término «argumento», que significa tanto razonamiento lógico como estructura narrativa. Que la retórica es ineludible se muestra en que también el rechazo de la retórica es retórico. El diálogo platónico no está menos entregado a la retórica que la doctrina de los sofistas contra la que se dirigía. Parece como si la filosofía tuviera una especie de «mancha ciega» (Derrida) con respecto a su propia metafórica, una inadvertencia en relación a los presupuestos inconscientes que están agazapados en el vocabulario que ha recibido y del que hace un uso ingenuo. Estamos probando continuamente si los demás construyen el mundo común igual que nosotros, según la composición de lugar que gustaba plantear a Schleiermacher. Toda interpretación es, en última instancia, hipotética. La significación del todo no existe en algún lugar fuera de la conciencia de los individuos que interiorizan lo universal de un modo que les es propio. El poder de la filosofía consiste en una sospecha corporativa hacia los hechos, que unas veces adopta la forma de desconfianza frente a lo meramente dado y otras da lugar a una airada rebeldía. Quien pregunta demasiado por qué, se sale del ámbito de los investigadores, pues la comunidad de científicos se define como la comunidad de aquellos que están unidos por determinados intereses y procedimientos, y que han renunciado a poner continuamente en cuestión esas decisiones. Estos supuestos solamente se cuestionan en situaciones extremas de crisis. En este sentido, tendría razón Heidegger al decir que «la ciencia no piensa». La filosofía es, por el contrario, la tematización sistemática de los supuestos del discurso. Por eso —como ha afirmado Spaemann— la filosofía no tiene crisis de fundamentación; es la crisis de fundamentación institucionalizada. En filosofía no hay más que precedentes persuasivos. Pero en las ciencias, esta confrontación suele tener lugar en un marco teórico comúnmente aceptado. Spaemann ha propuesto definir la filosofía como «un discurso continuado acerca de las cuestiones últimas». También es cierto que sobre tales asuntos se habla todos los días (en momentos críticos de la existencia, en una reunión de amigos, cuando se ha consumido un determinado nivel de alcohol y ha avanzado la madrugada…). Decía Schopenhauer que una asociación de filósofos es una contradictio in adjecto —como un sindicato de eremitas—, ya que los filósofos casi nunca están en el mundo en plural. Entendió la filosofia como una aventura privada, personal, más cercana al arte que a la ciencia. El pluralismo de las significaciones se ha convertido en la signatura de nuestra época: lo encontramos en la alabanza del politeísmo de Marquard, en la pluralidad de narraciones de Lyotard, en la apología de lo efímero de Lipovetsky, en el pensamiento débil de Vattimo, en la ironía de Rorty, en la multiplicidad de los discursos propuesta por Barthes, en el funcionalismo de la equivalencia de Luhmann… Sólo se preocupa por buscar un fundamento quien vive como algo precario los fundamentos en los que habitualmente nos desenvolvemos. Hegel decretó algo que no ha servido más que para añadir un motivo más de desconfianza frente a la profesión filosófica: «Aquello que es verdadero en una ciencia, lo es mediante y gracias a la filosofía, cuya enciclopedia abarca a todas las ciencias verdaderas». La cadena de legitimaciones concluía encumbrando a la filosofía. La filosofía puede reírse de todas las demás porque percibe sus insuficiencias. Todos somos ciudadanos de varios mundos, cada uno de los cuales limita el poder de los demás. Sólo si la filosofía permanece como una relación con la realidad entre muchas otras respetará la riqueza variopinta de la realidad. La filosofía, practicada en exclusiva y llevada hasta sus últimas consecuencias, es una seductora que conduce víctimas inexpertas hacia la desconexión absoluta, con la realidad. Por eso hay que pluralizar la atención. Porque la realidad es demasiado importante como para dejarla sólo en manos de la filosofía.
[Fragmentos del libro enlazados].