Capitalismo: democracia continua, libertad real
El capitalismo de libre mercado no es solo un sistema económico, sino un mecanismo de democracia ininterrumpida donde se intercambian bienes y necesidades desigualmente valorados. Cada compra, cada inversión y cada preferencia expresada en el mercado es como un voto que refleja a la sociedad. Frente a la rigidez de los sistemas planificados, el capitalismo permite un flujo constante de información basada en el sumatorio de decisiones individuales que, sin necesidad de intermediarios ideológicos propagandísticos y demagógicos, configuran el mundo en el que vivimos.
Sin embargo, desde la izquierda indefinida, el marxismo o la Escuela de Frankfurt, con Adorno, Marcuse y Horkheimer a la cabeza, se ha tratado de deslegitimar el capitalismo como una “tiranía encubierta”, una supuesta forma de dominación disfrazada de libertad. Esta crítica al capitalismo parte de la idea de que los deseos de las personas están alienados, manipulados por la industria cultural, reducidos a un mimetismo consumista. Pero esta crítica asume peligrosamente que hay deseos legítimos y otros espurios, que ciertas aspiraciones son auténticas y otras son el resultado de una falsa conciencia. ¿Quién decide qué deseos son válidos? ¿Adorno, Marcuse? Esta postura elitista se asemeja al despotismo ilustrado: el pueblo no sabe lo que quiere y necesita ser educado por una élite iluminada. Pero la libertad no necesita tutela: la posibilidad de elegir, incluso de equivocarse, es su esencia misma.
Diógenes el Cínico, radical en su desprecio por las convenciones sociales, no se dejaba arrastrar por la mímesis, esa tendencia a imitar los valores y deseos ajenos. Su elección fue vivir con lo mínimo, en abierta rebeldía contra las normas de su tiempo. Pero su libertad tenía sentido precisamente porque existía un mundo con opciones. En el capitalismo, quien quiera vivir como Diógenes puede hacerlo; en un régimen totalitario, la única opción es obedecer.
Cuando Lenin preguntó “¿Libertad para qué?”, no planteaba una cuestión filosófica, sino una amenaza concreta: la libertad, para él y sus herederos ideológicos, debía ser restringida, moldeada según las necesidades del partido. La Escuela de Frankfurt, tan ávida en criticar el “autoritarismo” del mercado, rara vez aplicó el mismo rigor a los regímenes comunistas. Mientras denunciaban la supuesta tiranía del capitalismo, guardaban un silencio cómplice ante la brutalidad soviética, como si la represión ideológica, la censura y la pobreza fueran menos alienantes que el acceso libre a bienes de consumo.
El capitalismo no impone una única forma de vida; al contrario, permite la coexistencia de innumerables estilos de vida, ideologías y valores. No obliga a nadie a comprar ni a consumir de una manera específica: ofrece opciones. Su dinamismo es la verdadera esencia de la libertad, una que no se limita a lo político, sino que se extiende a lo personal y lo económico. Quienes ven en el mercado una tiranía proyectan sobre él su propia incapacidad de aceptar que la libertad no es un concepto dirigido desde arriba, sino un proceso en el que cada individuo participa con sus elecciones diarias.
La paloma que vuela podría pensar que sin aire iría más rápido, pero, sin embargo, es la misma resistencia del aire lo que le permite volar.