La raíz cuadrada de un duende

 


     A menudo se confunde consistencia, coherencia, fundamentación y justificación. Entremezclar verdades lógicas con creencias fácticas y con creencias valorativas suele ser poco consistente. Esa entremezcla es la política, también la moral y la belleza. En política, la nostalgia de absoluto que todos tenemos se metaboliza en forma de ideales. La comparación entre el ideal y lo dado genera siempre frustración. La frustración bien dirigida por mesías sin escrúpulos canaliza la indignación e instrumentaliza a las masas en apoyo a revoluciones adánicas y a la tabula rasa de la destrucción. 

     —La decepción no es el problema, lo que debería preocuparnos es el entusiasmo previo —me dice Gregorio Luri.

     —Millones y millones, como si fueran víctimas de un hechizo, están dispuestos a dejarse arrastrar, fecundar, e incluso violentar. Y cuanto más exija de ellos el heraldo de la promesa de turno, tanto más se entregarán a él —asiente Stefan Zweig—. Pero fatalmente, estos idealistas y utopistas, justo después de su victoria, se revelan casi siempre como los peores traidores al espíritu, pues el poder desemboca en la omnipotencia, y la victoria, en el abuso de la misma.

     La razón instrumental, la razón dialéctica, la razón cínica, la razón discursiva, el raciovitalismo o la inteligencia sentiente conviven con el positivismo dominante que convierte la facticidad y el lenguaje en el último a priori.

     La posmodernidad tiene mala prensa porque renuncia a la solidez, a la unidad del pensamiento y de la acción. Algo que comparte incluso con la física, con la idea de la relatividad del espacio y del tiempo. 

     Todo ello no puede obviar la pluralidad de razones. Lo único que resiste ante la ausencia de fundamentos sólidos no es el todo vale líquido y relativista. Aún aguanta en pie el principio de no contradicción, que sustenta a las teorías coherentista de la verdad. Pero, claro, verdades coherentes hay infinitas y dependen del contexto o paradigma en el que estén inmersas. Por eso se pierde el proyecto unitario de la historia. Los enunciados universales son ya postmetafísicos, y solo podrían legitimarse con una imposible unanimidad eterna. En su ausencia, un sucedáneo con forma de consenso sobrevenido de costumbres, cultura e instituciones. Los decididos peligrosamente por mayorías no pluralistas, es decir, los fundamentalismos democráticos, suelen degenerar en tiranías.

     Así se va creando y destruyendo un punto de vista común que nunca mostrará un sello o estructura que estuviera previamente acuñado en el mundo, tal y como defienden los teólogos de la revelación o los teleólogos de la desvelación de una supuesta ley natural.           

     Los valores compartidos, mucho más numerosos de lo que los malentendidos y prejuicios nos hacen creer, están en el centro, no en los extremos. Pero el centro se ha dividido porque cada uno odia a un extremo o a una caricatura de extremo.

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