Troncos amontonados



Me siento en uno de los troncos amontonados mientras me pregunto si existe algo así como una ciencia de la belleza que naciera a mediados del siglo XVIII con la Aesthetica de Alexander Baumgarten, y cuyo fundador involuntario también pudiera ser Kant con su tercera Crítica. Algunos de mis pensamientos más bellos siempre arrancan en tierras neblinosas. La noche y la bruma me atraen como a un detective de Baker Street. Pero esta vez al llegar al umbral observo claramente que la metafísica expulsó ya hace tiempo a la belleza de sus dominios bajo la acusación de que no era una señal ontológica fiable del mundo. Tampoco la ética lo es. Tenemos, por tanto, una conclusión aparente, querido Watson: no hay conocimiento en la percepción ética ni en la estética. O lo que es lo mismo: el conocimiento conceptual es casi cristalino y objetivo, mientras que el estético o el ético son demasiado confusos. Se ha admitido sin problemas la esencia relativista de la estética. No ha ocurrido lo mismo con la ética, siempre presa del absolutismo de las costumbre y la cultura. Pienso todo esto mientras escucho Nymphéa de Kaija Saariaho con cierta incomodidad. La relación que hay entre la belleza y el arte es algo que se me escapa porque hay arte que es ajeno a lo bello. Y qué podríamos decir de la relación entre arte y sentido, entre arte y verdad, entre arte y juego o entre arte y misterio. Los científicos, si son honestos, en este diálogo permanecen callados. Pero los demás tampoco tenemos mucho más que decir salvo relaciones caprichosas y aleatorias, a veces, muy sugerentes.

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