El Estado posmoderno, de Jacques Chevallier

Fukuyama llegó a considerar, después de la caída del comunismo soviético, que la democracia liberal se había convertido en el único régimen político legítimo, una especie de punto final de la evolución ideológica de la humanidad, el "fin de la historia". Acaso no tuvo en cuenta a las sociedades tradicionales de tipo holista que se perciben como colectivistas.

En la sociedad moderna, la fuente de todo poder, el fundamento de toda autoridad reside en el consentimiento de los individuos. Este individualismo es proclive a la pérdida de sentido y a un encierro en uno mismo. La primacía de la razón instrumental conduce al eclipse de los fines. El abandono de la idea según la cual la Historia tendría un sentido, teniendo en cuenta el fracaso —afortunadamente— de los proyectos mesiánicos del siglo XX, y el fin de la pretensión de universalidad desembocan en un relativismo generalizado, el mismo que ya atisbó Heródoto. Todo flotando en función de las corrientes de una sociedad líquida. El individuo pierde los puntos de apoyo para su arraigo psíquico. Una victoria aparente del yo liberado que se paga con miedos, angustias y desamparo existencial.  

El aura de racionalidad no puede eludir el juego de creencias más profundas. La laicización aleja al Derecho de la influencia mágica o religiosa que lo rodea en las sociedades tradicionales. La visión iusnaturalista nos dice que el individuo preexiste al Estado, que es solamente el fruto de un contrato social celebrado en interés y por la utilidad de cada uno; el individuo es depositario, como hombre, de derechos que el Estado debe garantizar, derechos naturales imprescriptibles, previos a toda vida social, algo muy discutible.

La inexistencia de fundamentos en la racionalidad jurídica convierte al Derecho en el producto de una relación de fuerzas políticas y sociales contingentes, un Derecho negociado que depende de una legitimidad penúltima, procesal y que debe aportar continuamente justificaciones y rigor en forma de excusas más o menos consistentes. La subjetivación consigue multiplicar tanto los conflictos de derechos que el legislador tiene muchas dificultades y tiende entonces a la reconstrucción del orden a partir de la diversidad. El Derecho ya no está garantizado por una legitimidad de principio, sino que está sometido a un equilibrio complejo en permanente tensión entre los elementos democráticos y los oligárquicos. Un Estado que no aparece solamente como un instrumento de promoción y de protección de valores colectivos e individuales, sino también como un agente capaz de abusar arbitrariamente, algo que un liberal nunca debe olvidar.






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