Poesía del ventrílocuo

Viajé a París porque quería pasear, pero perdí el deseo.

Recordé que la filosofía es lo indirecto, que el dolor es lo directo, y la felicidad, lo onírico. 

Paseé sintiendo el hastío, mascando el tedio, contemplando lo aburrido. 

Me adentré en la espesura sabiendo que el hombre desea desear y, cuando no puede, se acaba el sentido de su vida.

Le dije que no se puede decir que la vida no tiene sentido y luego decir te quiero. Quería que supiera que el deseo es siempre de otra cosa, y todo deseo es una limitación. 

Me contestó que son las limitaciones las que conforman la individualidad. Fomentar tu individualidad significa potenciar tus limitaciones. 

Decidí después tomar un café para sentir la conciencia como pecado original, como mancha en la nada, pura perplejidad, percepción lúcida del desorden. El extrañamiento de sentirse ventrílocuo de uno mismo. 

Solo hay un remedio que elimina la perplejidad, me dijo: la frivolidad dentro de la alienación grupal. 

Anduve luego entre la multitud anónima, envuelto en soledades difusas. Pensé en Cioran: cuánto menos te interesan los hombres más tímido te vuelves ante ellos, y en vez de despreciarlos te pones a balbucear. 

La vida es una película sin ritmo, y pocas veces entiendo el argumento. Quizás entender signifique apuntalar prejuicios; descubrir sería sustituir unos prejuicios por otros, y fracasar, destruir prejuicios sin ninguno de recambio. 

Ya de vuelta, en el avión, recuperé el deseo justo cuando una pasajera de uno de los asientos de atrás le pidió a la azafata un gin-tonic.





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