Mierda de artista, otra vez




Leo a Francisco Bello en Revista de Libros, donde analiza de forma detallada los efectos perniciosos y las alternativas al confinamiento. Con el paso del tiempo, un número creciente de políticos han descubierto las ventajas de justificar sus decisiones escudándose en el consejo de expertos, normalmente científicos que basan sus recomendaciones en misteriosos procedimientos. Muchos, en estos tiempos modernos, apelan a la ciencia de forma supersticiosa, seudorreligiosa, como el principio y fin de la verdad, sin reconocer sus límites. Lo que parece claro es que el gasto público es un recurso escaso y la medidas del gobierno están influidas por cuestiones no confesables. Son como una manta pequeña en una noche de frío. Si me tapo la cabeza, se me enfrían los pies.



En la Antigüedad nadie firmaba sus obras y el nombre del artista quedaba ausente. Una vez realizada, cualquier obra subsiste por sí misma, no necesita la presencia del autor. Mucho me temo que la gran mayoría de obras no aguantarían su alta consideración sin el nombre del autor bien visible. Y eso no es bueno, porque demuestra que un simple nombre puede revalorizar un maloliente excremento. Recuerden a Piero Manzoni y su Mierda de artista enlatada.



Pocas cosas me producen más terror que imaginar a los científicos conseguir que seamos inmortales, trasladando a la muerte a la esfera de lo anormal y anómalo, y destruyendo para siempre el misterio de vivir. Entiendo entonces que solo por accidentes o por decisión voluntaria accederíamos a ese no estar o ser de otro modo. Pero, claro, para los que quieran quedarse para siempre, una vida larguísima no elimina el tedio, el cansancio, las depresiones, los accidentes, las catástrofes. Una vida así sería un castigo deprimente. Viajando por el mundo, visitando ciudades, tratando a los hombres y buscando sensaciones nuevas, se acaba descubriendo la universal constancia de todas las cosas enmascaradas en la diversidad de sus nombres. Soy plenamente consciente de que la muerte constituye para mí una secreta esperanza. Estamos ante otra buena intención infernal. Aunque, pensándolo bien, ¿quién dice que no han trasladado ya nuestra conciencia a un software divino y estamos jugando a videojuegos de rol? Ya seríamos inmortales, pero estando dentro del juego no tenemos manera de saberlo. La muerte sería algo así como pulsar exit y jugar a otro juego más divertido: hasta siempre, amigos.

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