La censura de los vampiros

Alberto Olmos escribe que nos dirigimos hacia una triste división de la cultura: por un lado, su epidermis oficial, conformada por obras banales, premiadas y aburridísimas y, por otro, su tubería profunda, donde está el arte que nos da placer y conocimiento. En una entrada anterior, y esquivando las distancias, yo escribía que Goya me parece un ejemplo perfecto de artista con dos vertientes. Una parte de sus obras, la que procede de encargos, solo tiene la pretensión de alimentarle, por lo que se ve obligado a adaptar su obra a los gustos de la demanda. La otra sale de sus propias obsesiones, es decir, no tiene en cuenta al espectador. El primero es una artesanía realizada con virtuosismo, con maestría, un mero trabajo bien hecho. El segundo es una emergencia espiritual, un néctar segregado por sus obsesiones, sus temas recurrentes, su mundo propio. Escuchaba por la radio a El Brujo decir que distinguía, por una parte, entre el arte, la cultura, la mirada interior o profunda y, por otra, la mirada hacia afuera del simple entretenimiento. Y luego leí una entrevista suya en El Cultural donde dice:
Hoy hay un mismo saco donde cabe la cultura, el entretenimiento, los festejos, la pirotecnia y hasta el lanzamiento de huesos de aceituna. Pasa, por ejemplo, con la gente que sigue a un cantante. Se congregan 30.000 personas que van allí, se ponen hasta el culo, cantan sus canciones y se peinan como él, se tatúan y se pintan el pelo del mismo color. Eso es todo lo contrario a la cultura, eso es el enajenamiento. La cultura te conduce a ti mismo, no a imitar a un modelo impuesto por la industria cinematográfica o discográfica. O teatral. La cultura es lo que te pone en contacto con tu potencial creativo, con tu ser
     El arte entretiene, claro, pero muy poco entretenimiento llega a ser verdadero arte. Todavía hay gente que quiere algo más que entretenerse y quiere ser removida por dentro, que le hagan dudar, que le amplíen su visión del mundo, que le resalten las complejidades ajenas a las dualidades maniqueas. Quien solo crea para entretener no es un artista. Esa es la excusa manida de los malos creadores. El arte es mucho más que una simple transmisión emocional, más que el puro virtuosismo de la artesanía. Porque el hombre solo es creativo en la medida en que entrevé los enigmas por descubrir. El arte es como una pseudo religión que se disfruta contemplando, abismándose en los misterios insondables.
     Pero lo peor para el arte no es la invasión del entretenimiento hueco, lo peor es la devastación de lo bienintencionado, es decir, la nueva censura, el nuevo puritanismo, esta vez ateo, que creyendo en su nefasta noción de bondad, amenaza por convertir a la iglesia de lo políticamente correcto en una máquina precisa de represión. En realidad, son defensores nominales, de boquilla, porque nunca hacen nada bueno. Si alguien no cree en sus soluciones, enseguida le acusan de insolidaridad y egoísmo. Se declaran protectores de los débiles, pero no hacen otra cosa que perjudicarlos. Lo único que defienden son sus gestos propios, su danza banal. Animan a reescribir la historia, a esconder lo que no les gusta y a interpretar el mundo desde su cursi óptica miope. El gesto o la solidaridad del simple postureo les sirve para publicitarse moralmente, para exhibirse, mirarse y poder ser admirados en el espejo del selfie. «Odiamos a los fuertes porque chupan la sangre a los débiles», esta es su simpleza, su nueva lucha de clases. Como dice uno de sus pensadores de cabecera, aunque una amenaza no tenga un origen social, siempre es posible asignarle uno, porque siempre será bienvenido un chivo expiatorio, un enemigo imaginario, un endoso de culpas que les permita sentirse ángeles. Siempre es preferible la mala voluntad que las complejidades profundas o los azares ciegos. En realidad, son burgueses aburridos, fuertes disfrazados y acomplejados, deseosos de matar al padre.  Del aburrimiento, en este caso, siempre surge lo peor.



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