Vidas de eremitas
Rafael Narbona en su blog Viaje a Siracusa:
El confinamiento ha provocado que el mundo virtual nos parezca más real que la vida misma. Hasta hace poco, podíamos salir despreocupadamente a la calle. Ahora muchos percibimos el mundo exterior como algo lejano y casi inaccesible. En mi caso, el aislamiento apenas ha introducido cambios en mi rutina. Hace mucho tiempo que me divorcié del ajetreo de una existencia condicionada por los desplazamientos y el trabajo. Paso semanas enteras en mi casa, sin echar nada de menos. Abandoné la enseñanza en 2012 o quizás ella me abandonó a mí. Desde entonces, leo, escribo y paseo. La crítica literaria, que es mi actividad principal, no me exige abandonar mi retiro. La compañía de los libros me parece mucho más estimulante que cualquier actividad social. Mi casa se alza en mitad de una pequeña arboleda. Desde fuera, parece un pequeño bosque. En realidad se trata una treintena de árboles plantados hace casi dos décadas que han crecido hasta superar la altura del tejado. Una isla de frescor en mitad de la planicie castellana. En verano, las ramas se llenan de mirlos, golondrinas, verderones, urracas y gorriones, desencadenando un ruido gratamente ensordecedor. Es como si una sordina amortiguara el estridor de esa otra realidad que habitan los demás y que a mí cada vez me resulta más ajena e incomprensible. Desde que empezó el confinamiento he tenido que suspender mis paseos, lo cual me ha causado consternación. Por las tardes, solía recorrer los senderos que parten de una dehesa situada detrás de mi casa. Salvo un bosque de pinos plantados por el ayuntamiento, solo hay campos de trigo y cebada que se ondulan con la sierra del Guadarrama al fondo. Lejos de experimentar tristeza, ese vacío me reconforta, pues insinúa que el infinito no es una fantasía, sino algo cercano, posible y real