El hastío huye

Mientras me preparo la comida, pienso en lo que leeré después. Como siempre, tengo tres opciones: filosofía, historia o novela clásica. Suelo decantarme por la primera. La historia, si no va acompañada de algo más que una sucesión de anécdotas de los personajes poderosos, no me interesa. La novela se me atraganta. Es por eso que detecto a los malos lectores, los que se toman la lectura como algo heroico y cada vez que acaban un libro se les nota el cansancio, el jadeo y un estúpido orgullo.
     Tras dos o tres horas de lectura, noto que me he cansado de leer, instante terrorífico y momento propicio para que una nada amenazante suela llamar al timbre y un compañero plomizo venga a visitarme de cuando en cuando y sin avisar.
     El hastío se acoda conmigo en la ventana y juntos miramos nostálgicamente al horizonte. Entre nosotros no hay nada mejor que hacer. ¿Qué haces?, me pregunta. Nada. Así me gusta.
     Aburrido ante esta compañía fracasada, me decido a subir para hacer un poco de bicicleta estática. Noto que el hastío pide clemencia y trata de esconderse tras un mueble, pero sigue observándome durante un rato, al borde de la inconsciencia, hasta que poco a poco se va desvaneciendo. Los espíritus no se satisfacen con simples impugnaciones; el entendimiento no se contenta con negaciones, pero el ejercicio físico acaba con muchas verdades provisionales.
     Dice el poeta que lo único que da sentido a la vida es el amor. Dice el filósofo que el amor, como una de las manifestaciones de la voluntad, provoca sentido porque la voluntad es el sentido mismo. Uno tiene sueños eróticos; el otro los tiene teóricos o, mejor, retóricos.
     Regreso al filo de las ocho al salón a tiempo de oír los lejanos aplausos. Me está esperando Luis Herrero. Juntos, haremos la cena.


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