Despertares
Veo Despertares por tercera o cuarta vez. Robin Williams, el doctor, pregunta a De Niro, el paciente: «¿Cuándo supiste que no era un sueño? Cuando te hablé y tú respondiste». Gran película. El miedo a dormir, a despertar dentro de una pesadilla. Muchos de los que han estado en coma en una UCI tienen pavor a volver a dormirse. La fragmentación de la identidad, del yo, de la conciencia que ya entrevió Hume. La normalidad, no sé si la nueva, es el gran invento de la humanidad y de la conciencia.
Los días sociales y la sensación de idiotez han desaparecido; asentir y responder a continuas tonterías, también. Todo eso logrado al reducirse las relaciones sociales y a no conectar el televisor. A través de este nuevo prisma supuestamente lúcido, me doy cuenta de que he llegado a admirar determinadas facetas de algunas personas pero, en general, todo el mundo —me incluyo— me causa decepción. Esto ha anulado mi escasa tendencia a querer estar en otras partes y con otras personas. El fracaso, esa sensación que debería tener todo el mundo decepcionado, consiste en no saber si, en aquel momento, faltó ambición, inteligencia o ganas.
Dado el paupérrimo nivel de la prensa, solo leo los titulares de los principales diarios, con el fin de saber lo que dicen, no lo que pasa. No imagino que haya alguien capaz de pagar por la basura que publican. Lo mejor de internet está escrito por autores sin ánimo de lucro. Luego escucho al epidemiólogo: solo la inmunidad del rebaño nos salvará. ¡Ay! Ahí hay un fogonazo de luz, un dolor, una aclaración que termina confundiendo y ya. Pero tampoco creo que sea prudente un exceso de prudencia. La prudencia es una virtud que se devora a sí misma. En ocasiones, es muy arriesgado ser tan prudente.
Paseo un rato entre mis cobijos naturales y descubro la borrosa y rebelde silueta de un hombre inmóvil: es el superviviente de una imagen de un daguerrotipo, un artilugio poético, surrealista, metafísico, con tendencia a la abstracción, entusiasta de Parménides e incapaz, por tanto, de apreciar lo que se mueve. Como fotografiaba un instante demasiado largo, las calles siempre aparecían vacías, como asoladas por un estado de alarma perenne. Me aclara Vila-Matas en su Café Perec que «representa el Boulevard du Temple fotografiado por Daguerre desde la ventana de su estudio en una hora punta. Sin duda, el bulevar estaba a esas horas abarrotado de gente y de coches y, sin embargo, dado que los aparatos de la época exigían un tiempo de exposición extremadamente largo, de toda esa masa en movimiento no se ve absolutamente nada, excepto un pequeño montículo negro sobre la acera, en la parte inferior izquierda [derecha en la imagen] de la foto. Se trata de la silueta de un hombre que en ese largo momento se estaba haciendo lustrar las botas y que, por tanto, permaneció inmóvil durante suficiente tiempo, con la pierna apenas levantada para apoyar el pie sobre la caja del limpiabotas».
Los días sociales y la sensación de idiotez han desaparecido; asentir y responder a continuas tonterías, también. Todo eso logrado al reducirse las relaciones sociales y a no conectar el televisor. A través de este nuevo prisma supuestamente lúcido, me doy cuenta de que he llegado a admirar determinadas facetas de algunas personas pero, en general, todo el mundo —me incluyo— me causa decepción. Esto ha anulado mi escasa tendencia a querer estar en otras partes y con otras personas. El fracaso, esa sensación que debería tener todo el mundo decepcionado, consiste en no saber si, en aquel momento, faltó ambición, inteligencia o ganas.
Dado el paupérrimo nivel de la prensa, solo leo los titulares de los principales diarios, con el fin de saber lo que dicen, no lo que pasa. No imagino que haya alguien capaz de pagar por la basura que publican. Lo mejor de internet está escrito por autores sin ánimo de lucro. Luego escucho al epidemiólogo: solo la inmunidad del rebaño nos salvará. ¡Ay! Ahí hay un fogonazo de luz, un dolor, una aclaración que termina confundiendo y ya. Pero tampoco creo que sea prudente un exceso de prudencia. La prudencia es una virtud que se devora a sí misma. En ocasiones, es muy arriesgado ser tan prudente.
Paseo un rato entre mis cobijos naturales y descubro la borrosa y rebelde silueta de un hombre inmóvil: es el superviviente de una imagen de un daguerrotipo, un artilugio poético, surrealista, metafísico, con tendencia a la abstracción, entusiasta de Parménides e incapaz, por tanto, de apreciar lo que se mueve. Como fotografiaba un instante demasiado largo, las calles siempre aparecían vacías, como asoladas por un estado de alarma perenne. Me aclara Vila-Matas en su Café Perec que «representa el Boulevard du Temple fotografiado por Daguerre desde la ventana de su estudio en una hora punta. Sin duda, el bulevar estaba a esas horas abarrotado de gente y de coches y, sin embargo, dado que los aparatos de la época exigían un tiempo de exposición extremadamente largo, de toda esa masa en movimiento no se ve absolutamente nada, excepto un pequeño montículo negro sobre la acera, en la parte inferior izquierda [derecha en la imagen] de la foto. Se trata de la silueta de un hombre que en ese largo momento se estaba haciendo lustrar las botas y que, por tanto, permaneció inmóvil durante suficiente tiempo, con la pierna apenas levantada para apoyar el pie sobre la caja del limpiabotas».