El prisionero de sí mismo

Vivir enclaustrado no es una forma inferior de vida.
   Releo el cuento de Giovanni Papini titulado «El prisionero de sí mismo» publicado en su obra maestra Palabras y sangre. En él, un hombre culpable quiere expiar sus males imponiéndose un castigo. Piensa en el suicidio, pero le parece algo demasiado rápido, poco doloroso, casi una liberación. Entonces decide separarse de los hombres en «un caserón de feo aspecto, en el fondo de un valle solitario». Sus únicas pertenencias son una cama de hierro, una silla, una mesa, un jarro, una palangana, un espejo y cuatro libros. Un hombre, su carcelero, le llevará cada día agua y comida. Su voluntad más constante había sido esconder su vida. Cada uno de los hombres vive y es contemplado por los otros. Él renunciará a ser contemplado. Los primeros tiempos los dedica al estudio de los sonidos que llegan a través del ventanuco por el que solo ve el sol, las nubes, la luna y el horizonte lejano de los campos solitarios. El viento, los cencerros, las voces de los pastores son su única conexión con el mundo. Durante el verano, se siente acompañado por moscas, pulgas y mosquitos y se divierte en azarosas cacerías. En invierno, la soledad es absoluta, pasa frío y se queda en la cama todo el día, dormitando. Se sabe los libros de memoria de tanto releerlos. En el espejo va comprobando su rápida decadencia. Al cabo de los años, tiene la sensación de estar absolutamente solo en el universo, en medio de la nada: es una nada para los demás y casi nada para sí mismo. Una maravillosa aventura.



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