Le dejé allí

Le dejé allí, a la entrada de aquel centro comercial luciferino, como si acudiera a una última rendición. Nunca pensé que la inspiración acabaría llevándole por derroteros oscuros. Y es que lo diabólico, lo fáustico es solo un compendio de técnicas supersticiosas y artificios psicológicos mágicos para intentar ganar tiempo al tiempo y creer sacar el mayor partido posible del mundo. 
   Fui a verle algunos años más tarde, en medio de un gran desconcierto. Había dedicado siete años de su vida a trabajar a destajo en la escritura de un obra con la que pretendía revolucionar la Filosofía. Pero la obra fue recibida como una caótica mezcla de ideas e incoherencias, y la mayoría de los críticos le crucificaron. Abatido, había permanecido sin salir de su habitación algunas semanas, alimentándose de aceitunas rellenas de pimientos del piquillo y de agua con gas. 
   Cuando llegué no me reconoció. Percibí la ausencia de gestos, como si su cuerpo estuviera helado, aterido por el fracaso. Aquello parecía el cadáver de un genio incomprendido. Pero noté que no descansaba. En sus ojos todavía pude entrever un nuevo impulso, una nueva ambición, un nuevo destino que quizás despertase su alma aletargada. 
   A partir de este comienzo, pienso en escribir un cuento largo, acaso una novela. Pero enseguida me doy cuenta de que sería el comienzo de una tarea estéril y continuarla supondría iniciar un proceso agónico, fáustico y, sobre todo, decepcionante. Lo que queda es resistir, resistirse, me digo, aguantarse las ganas de iniciar algo ideal, que te excede y te supera.  
   Pensé en dejarle una nota en su mesilla de noche. Afuera lloviznaba. Era mejor improvisar.
   No me aburre inventar historias, lo que aburre es desarrollarlas y concluirlas. Además, no hace ninguna falta. Odio las tramas. Se puede vivir de infinitos comienzos, dedicarse a pensar sobre ellos, olvidarlos y a otra cosa. La constancia es la dictadura de un estado mental concreto, pretérito y caducado. Cada estar marca las prioridades y los intereses. No se puede vivir con los intereses de ayer.
   Más tarde, ya en mi biblioteca, cogí el libro de mi amigo. Más de setecientas páginas de un valor insignificante. Siete años de mezquina constancia y sufrimiento solo podían producir basura. Tres aforismos habrían resumido perfectamente el contenido del libro. Tres aforismos que mi amigo intentó desarrollar, pero que solo consiguió contaminar, petrificar, justificar y enterrar bajo un montón de palabras hueras.
   Como sigue lloviendo y no tengo ganas de escribir, me hago un café solo. En la página web de Vila-Matas, me distraigo leyendo algunas entradas como esta: «El ignoto pintor suizo partió en tren con destino a Viena, y ahí se encontró con que el óleo aclamado era el suyo, aunque colgado boca abajo, debido a un grosero descuido de los responsables de la exposición. Eduardo Berti, La vida imposible
   Me tengo que esmerar y soy perezoso. Todo lo que puedo hacer es seguir con el relato inicial. Es cierto, me digo, pero quizás sea mejor aspirar a la disolución personal, al cese de toda ambición.
   A la mañana siguiente fui a visitarle de nuevo. Había dejado de llover. Estaba dormido y como yo seguía sin tener ganas de escribir, le dejé este mensaje y me olvidé de él para siempre.



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