Filósofos magullados

Lo normal es que uno sea, como mucho, autor de la mitad de lo que hace. Sin embargo, nos gusta enorgullecernos de los méritos propios, incluso de los que son resultado de un azar favorable o, simplemente, al apropiarnos de méritos ajenos. Son pocas las personas capaces de reconocer su insustancialidad en el campo de los méritos.
   Este no era el caso de aquel personaje, un gran filósofo tímido que era percibido con ese distanciamiento altivo hacia la vida cotidiana, como si fuese un ser autosuficiente parecido a aquellos filósofos cínicos de antaño. Tenía la misma amplitud de miras para diseccionar todas las músicas del mundo y a la vez resaltar los puntos comunes universales de todos los sistemas filosóficos. Cada sistema, me decía, era un cocido hecho de unos mismos y escasos ingredientes. Lo más fácil siempre, afirmaba, es demostrar que alguien no lleva razón, bien porque no soporta su incoherencia interna o porque sus fundamentos son falsos, inestables o podridos. La filosofía es siempre una colección de las mismas escuelas, aquí o allá, en Atenas o en Berlín, en tiempos de Platón o de Bergson. La historia de la filosofía no es la Razón hegeliana desvelándose a sí misma, sino una danza sin fín ejecutada por bailarines que se golpean contra las paredes y, a pesar de ello, disimulan y siguen bailando intentando convencernos de que cada golpe es la culminación de un pensamiento que ha chocado contra límites insuperables. La historia de la filosofía no es una historia de los problemas resueltos; su mérito consiste en ser una entretenida historia de magulladuras.

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