El supervisor del tedio
No me afecta el aburrimiento, me dijo, privilegio antiguo de aristócratas y curas. Por eso casi no me muevo. Mis diversiones están dentro de mí o al alcance de mi mano temblorosa. Tumbado en la cama, mirando al techo, disfruto como pocos. Mi vida es como un sueño, como si viviera dentro de un videojuego aburrido. Nadie que me observe se divertirá. Así que váyase, déjeme solo. Pensará que me aburro mortalmente desde su patética atalaya, contemplando a un individuo que no realiza aspavientos. El aburrimiento, convertido en enfermedad universal en Occidente, es tiempo para indecisiones, balbuceos, improvisaciones, ensoñaciones y revisiones. Antes de la gran guerra el tedio era ya abrumador y había quien añoraba participar en batallas como vía de escape. Pascal pensaba que el tedio servía para acercarse a Dios. Es difícil no aburrirse, caballero, sabiendo al mismo tiempo que es una bobada eso de «realizarse». El deseo de nuevas experiencias, de novedades y tonterías variadas está vinculado a la conciencia de posibilidad de llenar un tiempo vacío. ¿Cómo que en el cielo ya no hay nadie interesante? Hay que saber esperar, señor Godot. El tedio absoluto es el tedio existencial, el profundo, donde hay imposibilidad de desear, como en el nirvana budista. La catástrofe vino cuando alguien inventó la revista de pasatiempos, un procedimiento para matar el tiempo que no se puede vivir en plenitud. Luego vinieron otras cosas y, últimamente, las series. Diviértase, pero deje de observarme. Yo solo soy un simple supervisor de conciencias.