Dar continuidad a la sorpresa, fueron sus únicas palabras.

Había leído los tres libros de Josefina Carabias que había encontrado en la biblioteca del Freewill, todos ellos póstumos, cuando abordé en serio la idea de hablar de política. Bastaba este ejemplo para ilustrar cómo la izquierda encuentra sus soluciones a los problemas económicos desde una óptica de marcado analfabetismo. Así lo cuenta Josefina Carabias: «[...] ciertas disposiciones encaminadas a aliviar el paro, como era la prohibición del empleo de maquinaría agrícola y la "ley de términos municipales", que les impedía, por ejemplo, contratar segadores especializados —que trabajaban a destajo para volverse pronto a Galicia o al sitio de donde vinieran—, teniendo, en cambio, que emplear a los de su propio término municipal que nunca habían segado y necesitaban mucho tiempo para desarrollar una tarea tan dura». No me carcajeé porque hoy la solución de limitar los alquileres por ley que propugnan los progresistas del regreso a la hoz es una solución tan burda como aquella. Y nadie se ríe.

Sorprendido, me detuve en seco, como si hubiera recibido una orden. Lo malo de hablar de política es que queda uno siempre tiznado de maniqueísmo. Así que prefiero callarme.

Luego pensé en la fuerza intempestiva de las altas temperaturas después de despertarme en plena noche y comprobar que odio el verano, y también a quienes se pasan la vida echándolo de menos. Y me acordé de todas las nucas empapadas en sudor reposando en las almohadas mojadas. Tal vez no sea tan malo odiar el verano y nutrir así de esperanza otoñal a mi atribulado espíritu, pero no comparto el tan hinchado prestigio social de este.

«Si pacta con la realidad dejará de ser escritor», escribe Vila-Matas, porque «la madurez plena del hombre situado en la vida excluiría la escritura». Desde mi marginal posición al borde, decidí no pactar con el verano y encendí, por fin, el aire acondicionado.



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