Kafka amaba las cuestas
«Franz Kafka amaba las cuestas —dijo al fin—. Le gustaba cualquier tipo de cuesta. Le encantaba contemplar las casas construidas en una pendiente. Se sentaba en plena calle y las miraba embelesado durante horas. No se aburría. Levantaba la cabeza y la bajaba, miraba a derecha y a izquierda. Era un tipo extraño. ¿Lo sabía?».
Este pasaje que acababa de leer pertenece a La muerte del comendador, de Murakami, y me recordó mi nueva tarea. Había decidido espiar a los socios de la Asociación de Gente Aburrida. Kafka no se aburría realizando tareas aburridas. Eso me indicaba el camino a seguir.
Como me paso el día leyendo, cuando me canso me pongo a divagar para intentar descansar. Tenía puesto el televisor con el volumen al mínimo y retransmitían un partido en directo de tenis entre Federer y no sé quién.
No estaba atento al partido porque había estado leyendo Richelieu y Olivares, de John H. Elliott, libro que ha mejorado mucho mi opinión acerca del conde-duque. Subrayé esta frase que me resultó conmovedora: «En una palabra, señorías, quiero ser obedecido», dijo Luis XIII a los miembros del parlamento de París en 1636. Esta sospechosa ingenuidad me dejaba perplejo porque para Richelieu «el estado, firmemente radicado en la ley natural, era el correctivo para las pasiones egoístas y para los instintos individuales, que sólo llevaban al desorden y a la ruina». Imagino que siempre que el estado estuviera gobernado por un ángel como él y no por un Satán como Olivares. Platón, al menos, siempre creyó en las bondades de un sabio filósofo al frente del gobierno, pero no fue capaz de encontrar a ninguno, acaso porque los que rigen los estados suelen ser más egoístas e instintivos que los que rigen solo sus asuntos privados.
Mientras leía, de vez en cuando echaba una ojeada al partido de tenis y contemplaba cómo el público se aburría o, al menos, eso es lo que delataban sus caras. «Oí la diminuta cascada de mi risa» y aburrido del tenis, me puse los auriculares y seleccioné en Spotify La musique creuse le ciel, de Wolfgang Rihm, interpretada por la Sinfónica de Berlín. Rihm es un extraordinario compositor, inquieto, romántico y a la vez expresionista, que conocí al leer El ruido eterno, de Alex Ross. Fue tal la emoción que me contagiaba su música —una especie de lucha transcendente entre el bien y el mal— que sin querer comencé a darle vueltas al «Vive escondido, permanece oculto, disminuye tu codicia, nada es suficiente».
Bobadas, pasmao, no vuelvas a recordar más frases que aumenten tu complejo de culpa.
Este pasaje que acababa de leer pertenece a La muerte del comendador, de Murakami, y me recordó mi nueva tarea. Había decidido espiar a los socios de la Asociación de Gente Aburrida. Kafka no se aburría realizando tareas aburridas. Eso me indicaba el camino a seguir.
Como me paso el día leyendo, cuando me canso me pongo a divagar para intentar descansar. Tenía puesto el televisor con el volumen al mínimo y retransmitían un partido en directo de tenis entre Federer y no sé quién.
No estaba atento al partido porque había estado leyendo Richelieu y Olivares, de John H. Elliott, libro que ha mejorado mucho mi opinión acerca del conde-duque. Subrayé esta frase que me resultó conmovedora: «En una palabra, señorías, quiero ser obedecido», dijo Luis XIII a los miembros del parlamento de París en 1636. Esta sospechosa ingenuidad me dejaba perplejo porque para Richelieu «el estado, firmemente radicado en la ley natural, era el correctivo para las pasiones egoístas y para los instintos individuales, que sólo llevaban al desorden y a la ruina». Imagino que siempre que el estado estuviera gobernado por un ángel como él y no por un Satán como Olivares. Platón, al menos, siempre creyó en las bondades de un sabio filósofo al frente del gobierno, pero no fue capaz de encontrar a ninguno, acaso porque los que rigen los estados suelen ser más egoístas e instintivos que los que rigen solo sus asuntos privados.
Mientras leía, de vez en cuando echaba una ojeada al partido de tenis y contemplaba cómo el público se aburría o, al menos, eso es lo que delataban sus caras. «Oí la diminuta cascada de mi risa» y aburrido del tenis, me puse los auriculares y seleccioné en Spotify La musique creuse le ciel, de Wolfgang Rihm, interpretada por la Sinfónica de Berlín. Rihm es un extraordinario compositor, inquieto, romántico y a la vez expresionista, que conocí al leer El ruido eterno, de Alex Ross. Fue tal la emoción que me contagiaba su música —una especie de lucha transcendente entre el bien y el mal— que sin querer comencé a darle vueltas al «Vive escondido, permanece oculto, disminuye tu codicia, nada es suficiente».
Bobadas, pasmao, no vuelvas a recordar más frases que aumenten tu complejo de culpa.