Homer Simpson y la apuesta de Pascal

Como muchas cosas que le ocurren a esta familia, todo comenzó con alguien viendo la tele, me confiesa Lisa. Escuchaba de fondo Los Simpson y mientras releía los Pensamientos de Pascal; en realidad, las notas —luego publicadas póstumamente— con las que el matemático y filósofo pretendía escribir una apología de la religión cristiana. Un buen libro, casi magistral hasta el parágrafo 484, punto que inicia el desvarío.
  Pensaba en esto mientras me imaginaba que el fundador de la Asociación de Gente Aburrida habría tenido el buen gusto de comenzar los estatutos de la asociación con este fragmento pascaliano: «Nada más insoportable al hombre que vivir en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin diversiones, sin nada en qué ocuparse. Entonces siente su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Enseguida saldrá del fondo de su alma la congoja, el abatimiento, la tristeza, la pena, la irritación, la desesperación. Toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación».
   Quizá por eso, a pesar de que había vigilado la puerta de la AGA durante muchas horas, nadie había salido ni entrado. ¿Estarían todos en una habitación, sin hacer nada, mirando las musarañas o vigilando atentamente el deambular del polvo al trasluz?
   Reírse de la filosofía es filosofar de veras, me recordaba Pascal, el autor de aquella frase tan manoseada por psicólogos, adolescentes y por sublimes filósofos: «El corazón tiene razones que la razón no conoce». Un reconocimiento freudiano al lado inconsciente de la vida, a la necesidad de integrarlo entre los dos excesos: excluir la razón, no admitir más que la razón.
   Las razones pesan pero «nos convencen más las razones que nosotros mismos hemos descubierto que las que se les han ocurrido a los demás». Esto es en esencia la partícula de misantropía que también se esconde en Pascal, porque «todo es engaño mutuo y adulación recíproca. Nadie habla de nosotros en nuestra presencia del mismo modo que habla cuando estamos ausentes. Pocas amistades subsistirían si cada cual supiese lo que su amigo dice de él cuando no está presente». Y no mejoran desde luego las relaciones sociales cuando se está rodeado de espíritus cultivados, pues la curiosidad se transmuta en solamente vanidad: «La mayoría de las veces sólo se quiere saber para hablar después de ello».
   Y todo eso ocurría en mi mente mientras releía a Pascal, hasta que llegó a un momento en que el lúcido pensador, acaso cegado por la opaca luz de una de las muchas fes reveladas por los propios hombres, pierde el norte y desvaría: «Sí, pero hay que apostar. No podemos dejar de elegir, nos han metido en ello. O sea que, ¿cuál de las dos? [...] Sopesemos pérdidas y ganancias, eligiendo cruz, que Dios existe. Estudiemos estos dos casos: si ganáis, lo ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Apostad, pues, sin vacilar que Dios existe».
   Y entonces escuché a Homer: «¡Si le rezas al Dios incorrecto, podrías hacer que el correcto se vaya enojando más y más!».
   Cerré el libro y decidí seguir escuchando a aquel dibujo que, aparte de filosofar de veras, fue creado para que los demás quedáramos bien.




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