La Asociación de Gente Aburrida

Esta es una casa de locos, pensé cuando decidí hacerme socio de la Asociación de Gente Aburrida (A.G.A.). Me atraía la aburrida idea de observar a gente alejada de la obnubilante soplapollez de la hiperactividad. Podrías introducirte en el moderado club del Justo Medio y no ir siempre a los dichosos extremos, me dije. Pero era una sublime bobada pensar eso, pues los cobardes socios del justo medio miraban siempre con miedo a los valientes aburridos y con envidia a los tétricos hiperactivos. Decidí, por tanto, hacerme socio del aburrido club. Una hora más tarde comencé a darme cuenta de que, como buen aprendiz a aburrido que yo era —un exquisito diletante del aburrimiento—, quizás debería dejar para otro día mi sutil alistamiento. Dicha actividad podría distraerme demasiado y terminarían no admitiéndome en el selecto club. Por tanto, tomé la decisión de hacer méritos y me distraje mirándome las uñas durante toda la mañana, procurando bostezar cada cierto tiempo. A eso de las dos del mediodía comencé a tener hambre y tuve que dejar de aburrirme para preparar la comida. Aún así, tuve la tremenda fuerza de voluntad de decantarme por comer algo aburrido y, para ello, no dudé en prepararme unos espaguetis con tomate. Me los comí acompañándolos del agua tibia del grifo y, de postre, elegí un poco de queso fresco insípido y un descafeinado sin azúcar. Por la tarde, me senté en el sofá, puse una emisora de música pop —una música que me aburría más que el silencio— y me dispuse a mirar las paredes. Desafortunadamente, un mosquito hiperactivo revoloteaba y me distrajo enormemente. De hecho, tuve que levantarme y, abriendo la puerta del jardín, lo expulsé categóricamente. Me volví a sentar y, al rato, inmerso como estaba entre aquellas aburridas melodías repetitivas, noté que había perdido la noción del tiempo. Me percaté de ello porque no hacía más que repetir esta sucinta frase: «en estos momentos de fake-news y de postverdad constato una devaluación de la palabra». Una afirmación que resonaba constantemente en mi conciencia y que comenzaba a molestarme un poco. Para expulsarla, no tuve otra idea mejor que vencerla con esta otra frase: «una ausencia de la utilidad de la palabra, por ello reivindico la libertad de expresión». La frase era una majadería tan inmensa que hasta me ruboricé. «El pensamiento no debe ser polémico: la polémica supone lucha y gente que hace ruido», me dije, pero sabiendo perfectamente que estas frases no era mías sino que acababa de leerlas en una entrevista publicada por el diario El País a un filósofo que pertenecería, seguramente, a la AGA. Estaba claro, había tomado la decisión acertada.


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