En busca del tedio perdido

«Señor, aquí nos aburren los aburridos. Por tanto, sea usted bienvenido, pero no se entusiasme demasiado, el aburrimiento siempre regresa, afortunadamente», imaginé que me decía la secretaria de la AGA. Me imaginé que ya era, oficialmente, miembro del club de la gente aburrida y no sentía nada especial, ciertamente. Me quedaba mirando a la secretaria y como ella no me decía nada, me ponía a leer los carteles informativos pegados en las paredes. En uno de ellos había una inscripción que decía: «pasa el tiempo, pasa». Y en otro: «competición de bostezos: se valorará la frecuencia, el estilo y la profundidad». Al fondo se podía leer: «Sala de reuniones». Abría la puerta y entraba.
   —Cuando un hombre ha conseguido todas las metas a su alcance, se aburre. El aburrimiento es el efecto secundario del éxito —decía un anciano de barba blanca.
   Como era de esperar, dada mi testaruda propensión a la procrastinación, no fui capaz de ir a inscribirme a la AGA y lo dejé para otro día. En el fondo, tenía ciertas dudas porque, realmente, yo nunca me aburría cuando estaba solo; solo me aburría cuando estaba acompañado de personas hiperactivas: «cuando el diablo nada tiene que hacer, mata moscas con el rabo», me dije a lo Sancho Panza. Creo comprender que, para un hiperactivo, distraerse significaba cambiar constantemente de aburrimiento, y creer, además, que aburrirse es una enfermedad cuya medicina es el trabajo. No sé quién escribió que el aburrimiento es la enfermedad de las personas felices, pero, quizás, el que se lleva bien consigo mismo sea más proclive a ignorar el aburrimiento, no lo sé.
   «Necesito más contexto», le oí decir una vez a Marge Simpson. Me extrañó porque la abnegada ama de casa solo vive para cuidar a su peculiar familia y no se prodiga en este tipo de frases hermenéuticas, más propias de Gadamer o Ricoeur. Aún así, mientras escuchaba el Concierto para piano y orquesta, de Hans Abrahamsen —un compositor que pertenece curiosamente a la corriente Nueva Simplicidad— me entretuve un rato pensando en las implicaciones de la sentencia de Marge y llegué a la conclusión de que a la vida, efectivamente, le falta contexto. De hecho, la religión era una de la muchas maneras —acaso ridículas— de encontrar contextos, como lo es también la metafísica, en la que incluyo a la física teórica. Cómo, si no, interpretar esta afirmación de Herman Minkowsky: «La concepción del espacio y el tiempo que les voy a presentar [...] es radical. A partir de ahora, el espacio por su lado y el tiempo por el suyo están condenados a desvanecerse como meras sombras y sólo una íntima fusión de ellos conservará una realidad independiente».
   Salí de casa para que me diera un poco el aire y, al rato, mientras me tomaba un café en una tasca deprimente, llena de personajes aburridísimos, reflexioné acerca de quiénes eran los verdaderamente aburridos: ellos o yo. Yo, para ellos, resultaba aburrido, eso era indudable; ellos, para mí, unos muermos. Por tanto, debíamos evitar de una manera o de otra coincidir y, así, no amuermarnos mutuamente. No era tan difícil. Aunque creo que esa no era la cuestión esencial. Lo que yo tenía que decidir, apremiantemente, era si inscribirme o no en la Asociación de Gente Aburrida. Punto final. Y para ello no tenía otra opción que informarme sobre el tipo de gente que la componía. Esto me obligaba a actuar decididamente: debía ponerme a espiar a los socios y conocer cuáles eran sus actividades aburridas.



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