Su música me hablaba con unas palabras extrañísimas. La verdad le parecía una mera construcción a partir de intereses seguramente falsos pero también inconfesables. En el momento en que comienzan a pasarle cosas interesantes, el diarista, se temía, simplemente deja de escribir. Aquel hombre escribía como si la autofragelación fuera a recompensarle con una mayor aquiescencia del lector. Afirmaba que cuando la ciencia abusa de la imaginación y de los dogmas ocultos se transforma en mala literatura. La mayor parte de las vidas no son más que plagio, decía; para intentar ser reales recurren a producir más eco en los otros. Se explicó tan mal en su novela que el personaje decidió desasirse del autor. Para comprender me destruí y no comprendí, me confesó. Todo fue debido a un imprevisible cambio de humor. Pero destacó la fortaleza del momento. Me premió solo por prestarle atención. A cambio, me despedí cortésmente.


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