De Diógenes
Y siempre he sentido simpatía por los cínicos. Por su manera de cuestionar «la moneda en curso» (paracharáttein to nómisma), los valores de la sociedad, o como yo prefiero, una manera de apartarse de la moda de la masa. La vuelta a la naturaleza que propone el cinismo es su intento de volver a la sencillez, y así evitar las necesidades que no nos dan satisfacción sino trabajo: si trabajaras no tendrías que comer lentejas, le dijo uno, y Diógenes (el de Sínope) le respondió que si el otro comiera lentejas no tendría que trabajar. Un elogio de la pereza. El cínico es un asceta visto por los otros, pero él tiene lo que necesita y nada de lo que los demás poseen le apetece. Le sobra una gran parte de los objetos y comodidades del mundo. Y eso puede ser visto como hibris, como prepotencia, como soberbia autosuficiencia. Esto de vivir al margen, al borde —incluso del yo, visto como una proyección fantasmagórica de nuestra alma en los demás— ni es fácil ni agrada a las masas, pero es la única fórmula válida de vida del cínico. Sin embargo, no simpatizo nada con la máscara que nos trasmitió Diógenes Laercio del más famoso de los cínicos, Diógenes de Sínope, porque veo en él un prodigio de impostura, de payaseo desvergonzado, de querer molestar por molestar, de provocar, de actuar para influir en los otros. El verdadero cínico sabe que es más cómodo pasar desapercibido, evitando influir en los demás y se acerca más al «vive escondido» de Epicuro. Nada más lejos del cínico que el intento de despertar conciencias. Allá cada cual con su libertad. Más problemática resulta la polisemia de la palabra «cínico», que ha ido adoptando un significado diferente en nuestros días, con connotaciones injustamente negativas. Así, como me cuenta David Hernández de la Fuente, el alemán diferencia entre kynismus (con k, de kúyôn, perro), que se refiere a los filósofos cínicos, y zynismus, que sería el concepto actual de cinismo. Por eso, declararse cínico hoy conduce a malentendidos que se evitan guardando un discreto silencio.