Menos utopía y más libertad

Fernando VII le parecía a Napoleón «un hombre indiferente a todo, que come cuatro veces al día y no tiene idea de nada». Cualquiera diría que estaba definiendo a mi vecino.

   Leo en Revista de libros una reseña acerca de Los enemigos del comercio, de Antonio Escohotado. El autor se pregunta por qué el comunismo ejerció y ejerce, frente a sus sonados fracasos catastróficos, tanta atracción entre la población y los intelectuales. Según el autor:
Pensemos que, de los ciento cincuenta a doscientos mil años que tiene de vida nuestra especie, casi el 95% ha transcurrido en un entorno de cazadores-recolectores, con grupos que no solían exceder de los ciento cincuenta miembros, sin propiedad privada, sin comercio, sin dinero, sin apenas división del trabajo, sin jefes, envueltos en una cálida atmósfera de fraternidad hacia los del propio grupo (y de hostilidad manifiesta hacia quien perteneciera a otros). ¿No es a esto a lo que Marx llamaba precisamente «comunismo primitivo»? ¿No es éste el tipo de sociedad que añoran nuestros cerebros? 
   Cuando Caín mata a Abel, cuando el Neolítico se asienta en la historia, se pierde para siempre el Edén; en el género humano se produce un cambio de conciencia radical mucho más importante que el posterior paso del mito al logos con la generalizacion de la escritura, la lectura y la consiguiente pérdida de peso de la transmision oral. Cuando el espejismo del agnosticismo invade el mundo, las creencias, que jamás dejan de influirnos y que son los verdaderos pilares de la conciencia, se transmutan:
Desde un punto de vista psicológico, el ardid consiste en hacer creer a los hombres en entidades sobrenaturales o sobrehumanas: para los fundamentalistas religiosos esa entidad es su dios; para los nacionalistas, la nación; para los comunistas, el proletariado internacional que busca su emancipación (o el Partido que lo representa); para los populistas, la voluntad del pueblo [...] en la que el Dios verdadero se enfrenta a las argucias del Maligno; la nación lucha contra sus opresores externos; el proletariado contra los enemigos de clase; y el pueblo, «los de abajo», contra «los de arriba», o contra los extraños a ese pueblo. Con este elemento dramático se vuelve más acuciante reclutar las voluntades individuales para ponerlas al servicio del magno plan colectivo: rescatar a la nación oprimida de su postración, al proletariado de quien están expropiándole, al pueblo de quienes abusan de su confianza.
El autor, Juan Antonio Rivera, es catedrático de Filosofía y autor de Menos utopía y más libertad y Camelia y la filosofía. Pueden leer el artículo completo aquí.


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