El solitario, de Ionesco

Escuchas los martillazos, el motor de los coches, el zumbido de las sierras mecánicas, los escuchas con atención, como un paisaje sonoro, lleno de un interés acusmático, como una música concreta. Eres desgraciado por culpa de los periódicos. Intentas no leerlos pero su grasa acaba por impregnarlo todo. No tienes nada interesante que decir a los demás. Y lo que dicen los demás solo te interesa si viene impreso en los libros. La presencia de personas extrañas siempre te ha molestado. Te abruma esta angustia, vieja conocida que una vida triste y rutinaria ocultaba. Todo es espectáculo imaginado por Dios. Pero lo que te sirve de base y de punto de partida es tu intención, tu hipótesis, tu voluntad. Si escribes sobre el aburrimiento es que no te aburres. El tedio paraliza, o sólo inspira acciones destructivas, o conduce al hombre a un estado próximo a la muerte. Tu refugio es el sueño, pero no puedes dormir toda la noche y todo el día. O mirar atentamente el mundo que te rodea; muy atentamente. Despojarlo de su realidad, luchar por recobrar una y otra vez el asombro esporádico. Recobrar la sensación de lo extraño. Algunos han cultivado la desesperación y la han convertido en un tema literario, una forma de vivir en el arte. Aprendiste que las funciones no revelaban la esencia de las cosas. Cuando no echas de menos lo trivial, lo relativo, echas de menos lo absoluto. La gente que se agita, que actúa, que empuja a los demás a la acción, encuentra en ello una evasión, un olvido de sí, no de su circunstancia. Todos los días rehaces tu cama y barres el suelo. Abres la puerta para dejar en el pasillo la ropa sucia y recoger la limpia. Todo ello te fatiga mucho, como para tener el derecho a echarte en la cama durante casi todo el día y contemplar el cielo y el techo. Estás a la espera, una viva y vibrante espera.






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