Todo viajero es un fanfarrón
Todo viajero es un fanfarrón, me dice el de la agencia de viajes. Todo turista es insoportable. Viajar ha pasado de moda, concluye. Le agradezco la sinceridad y le pregunto si es el dueño de la agencia o solo un asalariado. Me explica que solo es sincero y me recomienda que no viaje y que me quede en casa con un buen libro. Le contesto que solo viajo porque antes de hacerlo quiero marcharme y, apenas he salido de casa, ya quiero volver, con lo que mi placer se duplica en expectativas. No se engañe, sentencia.
En la panadería el dependiente me desaconseja el pan blanco: durante la digestión se convierte en azúcar con mucha rapidez y el pan integral es casi lo mismo.
En la carnicería me preguntan cómo se me ocurre comer carne sabiendo lo que todos ya sabemos.
En la cafetería el camarero me reprocha que se nota a la legua que soy hipertenso y me desaconseja totalmente el café. Yo no debo perjudicar a mis clientes, afirma. El descafeinado es pura bazofia, avisa.
Por el estanco paso de largo porque ya no fumo. Pero noto que el estanquero me mira.
En la librería el vendedor me indica dos direcciones de internet para descargarme miles de libros gratuitamente: así no tendré que venir, ahorraré dinero y el medio ambiente me agradecerá que no consuma papel.
Voy al banco y pregunto qué interés me dan por mis ahorros. Nada, me dice el de la ventanilla, los tipos de interés están negativos, mejor gástese el dinero.
Llego al quiosco y cojo El País. De verdad, ¿no tiene usted una tablet o un móvil?, consúltelo por internet; lo que yo vendo ya está desfasado y los periódicos dicen muchas tonterías, me dice el quiosquero.
Llego a casa con las manos en los bolsillos. Suena el teléfono. Es mi compañía telefónica. No les contesto. Seguro que quieren cortarme la línea porque saben que paso demasiado tiempo delante de la ventana infinita. Y yo tengo que hacer la compra por fin libre de asesores. No creo que vuelva a salir de casa.
En la panadería el dependiente me desaconseja el pan blanco: durante la digestión se convierte en azúcar con mucha rapidez y el pan integral es casi lo mismo.
En la carnicería me preguntan cómo se me ocurre comer carne sabiendo lo que todos ya sabemos.
En la cafetería el camarero me reprocha que se nota a la legua que soy hipertenso y me desaconseja totalmente el café. Yo no debo perjudicar a mis clientes, afirma. El descafeinado es pura bazofia, avisa.
Por el estanco paso de largo porque ya no fumo. Pero noto que el estanquero me mira.
En la librería el vendedor me indica dos direcciones de internet para descargarme miles de libros gratuitamente: así no tendré que venir, ahorraré dinero y el medio ambiente me agradecerá que no consuma papel.
Voy al banco y pregunto qué interés me dan por mis ahorros. Nada, me dice el de la ventanilla, los tipos de interés están negativos, mejor gástese el dinero.
Llego al quiosco y cojo El País. De verdad, ¿no tiene usted una tablet o un móvil?, consúltelo por internet; lo que yo vendo ya está desfasado y los periódicos dicen muchas tonterías, me dice el quiosquero.
Llego a casa con las manos en los bolsillos. Suena el teléfono. Es mi compañía telefónica. No les contesto. Seguro que quieren cortarme la línea porque saben que paso demasiado tiempo delante de la ventana infinita. Y yo tengo que hacer la compra por fin libre de asesores. No creo que vuelva a salir de casa.