Camino entre las tumbas del cementerio de Jaca. En los cementerios la prisa se muere por contagio. Me distraigo leyendo epitafios, nombres anónimos, fechas y adivinando especies botánicas. Me detengo en una tumba que bajo el nombre del muerto añade: «alias Epaminondas». Una sombra me pregunta por qué me he detenido en esa tumba precisamente, ¿no había otra mejor?, me reprocha. Me ha llamado la atención el alias, le contesto. La sombra, entonces, se retira, y mi curiosidad aumenta. De Epaminondas recuerdo alguna cosa: sé que fue un insigne general tebano que venció a los espartanos en dos famosas batallas, Leuctra y Mantinea, y murió en la última. También recuerdo vagamente que fue considerado un modelo de honradez.
   Elijo para sentarme una tumba con forma de sillón. Doy un sorbo a mi café con leche para llevar que he traído, todavía caliente, y abro un libro de Mario Levrero titulado Fauna que he descargado en el iPad. Apenas leídas unas líneas pienso en las tres etapas que dibujan la obra de este escritor insuperable: la inicial, entre los contornos de un mundo asfixiante y onírico; la humorístico-detectivesca, de escaso interés y, por último, la que se amolda al diario, un ventanal que testifica el tránsito hacia lo insignificante, que se entretiene con recuerdos de lo minúsculo y que abraza, con esa escritura de la ausencia, el vacío de los alrededores.
   La sombra vuelve a aparecer; la sigo y veo que trata de ocultarse tras una tumba en la lejanía. Me acerco y leo: «Aquí están los restos de uno que ha dejado este mundo sin anunciarse». Le aplaudo. Ya está bien de mensajes publicitarios. Al fondo, camuflada tras unos matorrales, contemplo a la sombra que no ha podido disimular un tímido gesto de satisfacción.


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