Sobre Francia, de Cioran

El individuo empieza a tomar conciencia, no quiere seguir siendo víctima de los ideales, las creencias, la colectividad. Una vez despertado el individuo, la nación pierde su esencia y, cuando todos despiertan, se descompone. Nada hay más peligroso que la voluntad de no ser engañado. El cansancio de las cosas entendidas. Mientras que entre los alemanes las trivialidades están consideradas la esencia honorable de la conversación, los franceses prefieren una mentira bien dicha a una verdad mal formulada. La vida —cuando no es sufrimiento— es juego. La tontería ve por doquier objetivos; la inteligencia, pretextos. Un pueblo de buen gusto no puede amar lo sublime. El gusto se sitúa en las antípodas del sentido metafísico. Incapacitado como está para orientarse en el embrollo de las esencias, alimentadas por la barbarie de la profundidad, mima la ondulación inmediata de las apariencias. El pecado y el mérito de Francia estriban en su sociabilidad. Los franceses han nacido para hablar y se han formado para debatir. Si se les deja solos, bostezan. En general, está capacitado para la intimidad, pero no para la soledad. Un francés solo es una contradicción en los términos. Tal vez sea el único pueblo de Europa que no conoce la nostalgia, que es una forma de la falta de plenitud sentimental infinita. La novela es una creación de los franceses y los rusos: pueblos que hablan y saben hablar. Los soporíferos diálogos de la novela alemana, la incapacidad nacional para superar el monólogo explican la inevitable carencia de prosa. Para quien gusta del aroma de la palabra, Alemania provoca un bostezo infinito. La poesía, la música y la filosofía son actos del individuo solo. El alemán sólo existe solo o en gran número, nunca en diálogo. La lucidez colectiva es una señal de cansancio. ¿Qué haría yo, si fuera francés? Descansaría en el cinismo. Decadencia es igual a lucidez colectiva: expiración del alma, haber perdido el alma.


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