La atracción comunista

LEO un texto de José Álvarez Junco en Revista de libros acerca del silencio académico contra la barbarie comunista mantenido por parte de una intelectualidad izquierdista que se considera vanguardia en la defensa de la libertad, el progreso y los derechos de los oprimidos. Jean-Paul Sartre, sin duda el más perfecto representante de este tipo humano, lo explicó cuando dijo que él podía discrepar de ciertos aspectos del estalinismo, pero que un anticomunista, alguien que condenaba la experiencia soviética en su conjunto, era un perro.
   No hay solo indulgencia, hay comprensión e incluso simpatía por parte de la intelectualidad occidental hacia el comunismo. Ya desde Platón el sueño de la razón produjo monstruos goyescos intentando construir una sociedad perfecta.
   El marxismo es una doctrina de perfección que realza el papel de los intelectuales. Al contrario que los fascismos —también totalitarios—, que desconfiaron siempre de sus elementos más reflexivos y prefirieron colocar en la cúspide a individuos más pasionales, el marxismo encargó la dirección política de la revolución proletaria a una supuesta vanguardia consciente, a los capaces de entender la marcha de la historia.
   Y al revés que el liberalismo, que desconfía del poder y lo somete a controles y contrapesos, el marxismo confía con asombrosa ingenuidad en esos gobernantes de la sociedad y los libera de trabas y cortapisas facilitando así la génesis de un estado totalitario. No es raro que se creyeran destinados para una misión superior: Víctor Hugo lo dijo de los poetas, intérpretes según él de los destinos sagrados de la comunidad y llamados a «dirigir a los pueblos hacia Dios».
   La izquierda observa al mercado como un monstruo que abusa del poder que ellos, por su parte, intentan concentrar a su alrededor. Es verdad que siempre nos pueden manipular con la publicidad y el marketing, pero no más que un Estado que concentra todo el poder en manos de unos dirigentes que siempre se excusan afirmando que actúan en nombre del pueblo. El mercado es insolidario porque solo pueden ser solidarias las personas. Además, el Estado, en nombre de la solidaridad, abusa del derroche, la propaganda y el clientelismo, y lo hace con dinero ajeno, ese «que no es de nadie».
   El liberalismo es superior porque respeta la complejidad, la pluralidad palpable y no medible de bienes humanos, de unos bienes en conflicto, de la fragmentación de lo humano, la contextualidad de los sujetos y sus identidades y la impotencia de la razón solitaria. Nadie puede elegir por nosotros, ni nosotros elegir por el otro. Es nuestra modesta y valiosa libertad positiva, que sólo puede ser protegida en su pluralidad mediante un consenso de mínimos de libertad negativa.
   La izquierda, en vez de potenciar el pensamiento autónomo de los integrantes de la sociedad, les descarga de esa responsabilidad enseñando a desviar las dificultades hacia el estado paternal protector. Allí nadie es responsable de sus actos y la supuesta voluntad popular se convierte en una autoridad caprichosa e irresponsable, como un Calígula de múltiples cabezas.
 


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