Habermas



Habermas observa el derecho como una forma esclerotizada de acuerdo sobre cuestiones básicas de la convivencia social, pero también como el espejo que huye en el difícil proceso de legitimación mediante razones. Muchas veces tomamos por razones lo que no son sino excusas. Recuerdo que la Escuela de Frankfurt siempre había infravalorado las normas del Estado democrático de derecho siguiendo de cerca los pasos de la tradición marxista, en la que resultaba habitual la crítica indiscriminada al derecho, su descalificación global como una mera instancia de control social e instrumento al servicio de la clase dominante. Ellos querían ser la clase dominante sin el auxilio del derecho.
   Si afirmo que no hay derecho legítimo sin democracia, y que tampoco hay democracia sin instituciones ni procedimientos regulados jurídicamente, no hago más que verbalizar enunciados normativos, acaso un conato de articulación filosófica, pero su fundamentación, como tal, resultará siempre un fiasco. De la filosofía no cabe esperar sino una manipulación juguetona de nuestros supuestos culturales intuitivos, una forma de especulación incapaz de fundamentar nuestras concepciones iniciales. Pero una vez establecido el marco teórico, con sus axiomas, premisas y supuestos, entra en juego la fuerza bruta de la coherencia. Si yo acepto, por ejemplo, la geometría euclidiana, me veo en la obligación de afirmar que la suma de los ángulos de un triángulo suman 180 grados y tendré que calificar como bobo, tonto o analfabeto a quien lo niegue, lo que no quiere decir que la geometría euclidiana sea una imagen perfecta de aquello que nombramos como «realidad».
   Las primeras y últimas preguntas, el alfa y el omega son algo ajeno a la razón, pues esta solo sabe moverse dentro de unos límites bien marcados y se desenvuelve muy mal en la infinitud.
   Habermas, acaso, olvida esto y cuando uno lee sus argumentaciones observa que es imposible distinguir a filósofo del charlatán que quiere rellenar unos folios para no sé muy bien qué.
 

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