Configuración de la última orilla, de Houellebecq
Basta con unos segundos para eliminar un mundo [que no duela]. Perdida ya la creencia que permite edificar, estar y santificar. Habitamos en la ausencia. ¿Y para qué escribir libros en el desierto inatento? Día 18: he alcanzado un nuevo nivel del horror. Ya sólo tengo una urgencia: librarme de toda esta gente. Vivir tan al margen de los demás como sea posible. En cierto modo, es más bien exasperante constatar que conservo la facultad de esperar algo. Una vida a la vez complicada y sin interés. Desvinculado del mundo. Los paisajes inútiles del silencio. [Los pasajes inútiles de una conversación trivial. El bostezo que denota la agonía previa.] Perder el amor es también perderse a uno mismo. La personalidad se esfuma. No nos quedan ni las ganas, no contemplamos ya siquiera lo de tener una personalidad. Ya no somos, en sentido estricto, más que sufrimiento. No he podido descubrir ninguna razón para buscar el conocimiento. Todo lo que no sea puramente afectivo deviene insignificante. Adiós a la razón. Ya no hay cabeza. Sólo corazón. Imposibilidad repentina —y aparentemente definitiva— de interesarse por cualquier asunto político. Y me sentía triste entre los chimpancés. El darwinismo avalado crea la banalidad suprema. ¿Se puede sentir nostalgia de lo que nunca se ha conocido? Sin duda, a condición de contar con un televisor.