Cuando termino de pasar a limpio mis notas de la semana pasada, me siento frente a la estantería donde tengo los libros que más uso, que son un centenar de obras clásicas, es decir, libros en los que no existe plagio, donde el más moderno es Boecio. Busco algo adecuado para una tarde fría de invierno. Miro detenidamente los libros allí ordenados y, efectivamente, estoy en lo cierto: acumulan demasiado polvo. Escucho, además, un podcast de Ars Sonora que me descargué ayer que no pude oír porque me quedé dormido en una extraña postura. Se trata de un programa donde entrevistan a Eugenio Trías y hablan de su libro La imaginación sonora, intercalando diversas piezas de autores contemporáneos entre los que destaca Ligeti. Escucho la conversación entre el presentador, Miguel Álvarez Fernández, y el filósofo y a veces observo mucho atrevimiento en sus conclusiones. Pienso que el arte sonoro está lejos de ser materializable, como sí lo es, por el contrario, la escultura, la arquitectura o la pintura. La música es un tipo de arte que no necesita espacio, solo tiempo, y eso ayuda a alejarla de lo concreto. Por eso, me molesta que a estas músicas tan abiertas, tan evocadoras, tan cargadas de matices y con un potencial hermenéutico infinito, acaben interpretándose de una manera casi argumentativa, muy concreta, demasiado cerrada y material. Es algo muy parecido a lo que el cristianismo ha hecho con Platón: tomar una filosofía, una espiritualidad metafísica, etérea, inefable, trascendente, y manipularla hasta rebajarla a la tierra, a la historia, a lo concreto, a la ficción sobre la vida de un hombre y a su supuesta resurrección, en vez de abandonar las discusiones bizantinas y dejar en paz a los dioses, fuera de nuestro alcance y del enfermizo manoseo.

Lo curioso de dejar los pensamientos por escrito es que uno puede dialogar con uno mismo. Y aunque pocas veces releo cosas antiguas escritas por mí, cuando lo hago siempre me reencuentro con el fantasma que fui, un encuentro a veces desasosegante, y hasta aterrador, se lo aseguro.

Escucho ahora Contrafacta, una obra de Jacobo Durán-Loriga emitida en 2010 en el programa Ars Sonora y, mientras tanto, leo lo que dice Berta, la protagonista de la última novela de Javier Marías:

El pueblo, que a menudo es vil y cobarde e insensato, nunca se atreven los políticos a criticarlo, nunca lo riñen ni le afean su conducta, sino que invariablemente lo ensalzan [...] se ha erigido en intocable y hace las veces de los antiguos monarcas despóticos y absolutistas. Como ellos, posee la prerrogativa de la veleidad impune, [...] otorga o impone y aclama [...] siempre resulta ser víctima [...] El pueblo no es sino el sucesor de aquellos reyes arbitrarios, volubles, sólo que con millones de cabezas, es decir, descabezado. Cada una de ellas se mira en el espejo con indulgencia y alega con un encogimiento de hombros: 'Ah, yo no tenía ni idea. A mí me manipularon, me indujeron, me engañaron y me desviaron. Y qué sabía yo, pobre mujer de buena fe, pobre hombre ingenuo'. Sus crímenes están tan repartidos que se desdibujan y se diluyen, y así los autores anónimos están en disposición de cometer los siguientes, en cuanto pasan unos años y nadie se acuerda de los anteriores.

Sin quererlo, Marías ha repasado muchos de los argumentos de fondo escritos por Platón que a la vista de algunos críticos le convertían en un elitista. Total porque no quería que gobernasen los malos ni los bobos, eso sí elegidos democráticamente. De todos modos, nadie ha podido hasta el momento diseñar un modelo de detección y selección de sabios-santos especialmente destinados para ejercer el poder. Marías ha vuelto a identificar el problema y nada nuevo ha aportado. A primera vista el texto seduce e invita a un aplauso que sería, sin duda, inmerecido, si no fuese porque hay que agradecerle su intención.

Adam Smith hablaba de los hombres perversos que hacen cosas perversas y cuyo fruto final es el bien común. ¿Se refería a los empresarios, a los políticos o a cada uno de los individuos que conformamos la masa?


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