Homero y las hormigas

Camino por la Gran Vía y no puedo evitar la sensación de vagar por un enorme hormiguero. Observo a todo el mundo dirigirse con mucha prisa hacia objetivos que yo no identifico, pero intuyo. Yo solamente paseo y acaso vaya a la Casa del Libro, como también podría ir hacia la Puerta del Sol o hacia Callao. Veo que todas las hormigas tienen algo que hacer y yo no, y me acomete la sensación de ser un intruso por dedicarme simplemente a vagar por este hormiguero desagradable. Cuando entro a la Casa del Libro, compruebo que hay hormigas que solo ojean libros. Deambulan con mucha más parsimonia que las hormigas de afuera. Quizás no sean hormigas.

En la sección de clásicos de Grecia, cojo una edición de la Ilíada y me da por pensar que donde hay una guerra y un enemigo común bien definido hay esperanza, hay un paraíso que conquistar, hay un sentido al que aferrarse. Esto lo contó admirablemente Homero hace cerca de tres mil años, en los albores de la creación de nuestra visión del mundo. Mucho antes, el hombre egoísta (pero inteligente) descubrió que era menos indigente en compañía de los otros, asociándose, proporcionándose apoyo mutuo. En Homero se intensifica el carácter competitivo que, precisamente, se socializa a través del deseo de gloria. Los héroes de Homero cumplieron una función paradigmática y sirvieron de ejemplo a varias generaciones. La bondad del héroe nace siempre de un sacrificio; vence la capacidad de sobresalir, de quedar por encima de los demás. No solo hay que ser el mejor sino que eso tiene que ser conocido por todos. El poeta, glosador de las hazañas, es el encargado de esto. Homero es el gran publicista y, como tal, el configurador de un sistema de valores aristocrático donde hay que morir realizando algo grande. Aquiles tenía que elegir entre la inmortalidad de una vida de reclusión en el gineceo o ser un muerto glorificado. Eligió una supervivencia nominal e inconsciente como la de las estatuas pétreas que se admiran en los museos. Vivir, o que viva nuestra imagen en la memoria de los otros. Por eso creo que quizás no queramos la inmortalidad. Nos aburre nuestra consciencia. Ese gran egoísmo necesita hazañas, sacrificios solidarios para ser apreciado. Esa es su utilidad. Convertir una vida en un utensilio, darse un sentido, por efímero que este sea, como aquel que motivó la guerra gloriosa, lo recuerdo, un ataque de cuernos.

El héroe se inclina hacia lo solidario como instrumento de su propio egoísmo; el deseo enfermizo de gloria, un barniz brillante para una vida ridícula. Creer en el sentido, esa es la fe que nos salva del hastío, el abismo que mueve el mundo.


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