Fedro (1)

Un día me encontré con Fedro y me interesé por él. Me dijo que venía de ver a Lisias, el hijo de Céfalo, y que iba a dar un paseo fuera de las murallas de Atenas. Céfalo era hijo del siracusano Lisanias y gracias a su amistad con Pericles se había trasladado a Atenas donde tenía una fábrica de escudos. Tenía otro hijo, además de Lisias, llamado Polemarco que, años más tarde, acabaría ejecutado por la tiranía de los Treinta, que también desterró a Lisias a Megara.

Le pregunté de qué habían hablado pues yo conocía el arte oratorio de Lisias. Pero Fedro tenía el día juguetón y, aunque yo sospechaba que ardía en deseos de contármelo, percibí también que se quería demorar para disfrutar así de mi impaciencia, conocedor como era de mi amor por los discursos.

Al fin cedió y me contó que Lisias, que para Fedro era el más hábil de los que entonces escribían, había compuesto un bello discurso. ¿Ese que tienes bajo el manto y sostenido por la mano izquierda?, le pregunté. Exacto, ¿dónde quieres que nos sentemos para leerlo?

Los dos íbamos descalzos y nos desviamos hacia la orilla del río Iliso. Era verano y podíamos caminar mojándonos los pies en sus agradables aguas. Nos detuvimos bajo un alto plátano cuyas hojas eran suavemente mecidas por una brisa ligera. Un hermoso rincón, con un frondoso árbol en plena flor que nos inundaba en su perfume, y donde manaba una fuente deliciosa de fresquísima agua. Allí, tumbados en una suave pendiente cubierta de una alfombra de mullida hierba, asistíamos al canto estival de las cigarras.

Para Fedro el encantador lugar era muy parecido a aquel donde Bóreas arrebató a Oritía, y me preguntó si yo creía en todo ese mito. Le respondí que si no me lo creyera, como hacen los sabios, no sería nada extraño. Ni siquiera he podido conocerme a mí mismo, le dije, tal y como indica la inscripción de Delfos. Me parece ridículo, por tanto, ponerme a investigar sobre esos temas celestes que ni me van ni me vienen; me limito a aceptar lo que se suele creer de ellos y no le doy más vueltas.

Visto desde donde me encuentro ahora percibo que el mito comenzaba a ser sustituido por la razón, que se levantaba sobre el mundo y los dioses. La pregunta de Fedro era el síntoma de una época y mi respuesta la prueba de que yo respetaba la tradición.

Fedro leyó el discurso de Lisias que yo escuché muy atento. Trataba sobre el amor pasional que consideraba como un delirio que enfermaba a los amantes incapaces de dominarse: ¿cómo podrían, cuando volvieran a su sano juicio los amantes, dar por buenas las decisiones de una voluntad tan descarriada? Predomina además entre ellos un deseo desequilibrado hacia el cuerpo, antes de conocer verdaderamente el alma y el carácter del amado. Por lo que no está muy claro que cuando se conozcan completamente querrán seguir teniendo relaciones amistosas. Hay que compadecer a los amantes más que envidiarlos y nunca ser dominado por el amor, sino por uno mismo.

Cuando Fedro terminó de leer el discurso, me preguntó si me había gustado. Con cierto sarcasmo le respondí que me había parecido genial, aunque realmente fuera infantil y repetitivo. Fedro lo notó y me obligó a que me sincerara y contestara punto por punto al discurso, amenazándome con que, en caso contrario, no seguiría leyendo más. ¡Ah, cómo me conocía el bribón!


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