De lágrimas y de santos

Después de terminar el libro de Cioran, he salido de casa y para orientarme he tenido que consultar el Eclesiastés y a Platón. Me sentía como Simón el estilita desterrado de su columna. Mientras me tomaba un café en el bar de la esquina, pensaba que hoy solo deliran los que están ansiosos  de objetividad, pues todo lo que de vivo tiene la filosofía se reduce a los préstamos que toma de la religión. Los filósofos son animales de sangre fría, como las lagartijas, y necesitan reposar cerca de la única fuente de calor que procede de Dios. Miro a un grupo de mujeres que cotorrea a mi lado y pienso que acaso el mundo se engendre en el delirio, fuera del cual todo es transparente. Basta recordar que hasta el siglo XVIII abundaban los tratados de perfección escritos por quienes habían fracasado en el camino de la santidad y se consolaban escribiéndolos. Ahora, los escritos de autoayuda son los desechos y el alimento de los neuróticos. Mirando a mi alrededor, es lógico pensar que el mundo sea un error del espíritu, un lugar donde las drogas han hecho más por acercar los hombres a Dios que la pura teología. Recuerdo un tiempo en que los yonquis tristes eran los nuevos eremitas. Hoy, las drogas sirven para socializar, para comunicarse con el otro, no para hacerlo con Dios. El deber de un hombre solo es estar aún más solo. ¿Para qué ser capaz de hablar durante horas de cosas indiferentes con gente a la que se desprecia, sin dejar entrever un solo instante la distancia que nos separa? Sólo somos realmente nosotros mismos en la medida en que prescindimos de los indiferentes. En todo caso, creo, como creía Dostoievski, que el sufrimiento es la única causa de la conciencia. Porque la ciencia embrutece los espíritus reduciendo su conciencia metafísica y religiosa. Cuando paseo por las calles, el mundo, mal que bien, parece existir. El problema es mirarlo a través de la ventana. Soporto la vida porque intuyo que no es real. Siendo un sueño es una mezcla de encanto y de terror. El mundo es sólo un pretexto —incluso para Buda, que era un optimista—, un sueño bendito de la inconsciencia, donde las criaturas solo existen para acrecentar el aislamiento. Nunca he encontrado a nadie, no he hecho más que tropezar con sombras frías.


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